Un patio de colegio cubierto de nieve. La luz, el silencio, los árboles sin hojas, todo en la imagen da frío. Al medio, dos monjas conversan sentadas en un banco. El negro de sus hábitos contrasta con la blancura helada. Hablan de un caso que ha remecido sus vidas: el cura del colegio ha sido trasladado por una relación aparentemente inapropiada con un alumno.
Una de las monjas es la directora del colegio. Como inquisidora implacable, persiguió al cura hasta sacarlo. No titubeó, no pestañeó siquiera, presa de una voluntad arrolladora y granítica. Hasta la escena final, en el patio nevado. Toda su entereza, todo el blindaje de su voluntad, se triza. La evidencia del caso no había sido totalmente sólida. Entonces, por las grietas de su convicción, se escapa el grito de una confesión angustiada: «Tengo tantas dudas». Con esas palabras, flotando inmóviles por el peso del remordimiento en el aire helado, termina «La duda». Una buena película, que muestra otra vez el papel que juegan las dudas en el mundo.
No todas juegan el mismo. Hay algunas dudas que son saludables, como las que se pueden tener sobre las propias convicciones. Dudar razonablemente de éstas, someterlas a examen, puede transformarse en un ejercicio espiritual valioso, que encamine hacia la madurez moral. Por el contrario, la ausencia total de duda aquí es una buena receta para el fanatismo.
En las relaciones interpersonales, en cambio, las dudas suelen jugar un papel corrosivo. Esto pasa en las relaciones privadas y en las públicas. En las primeras, las dudas atentan contra la confianza que sustenta al amor y amistad. En las segundas, contra la certeza que debe haber en la corrección de las instituciones.
Existen distintos mecanismos para reducir el riesgo de duda en el espacio de lo público. Buena parte de ellos se agrupan bajo la idea de «conflicto de interés». Si una autoridad está sometida a un conflicto de interés, las decisiones que adopte estarán necesariamente cubiertas por la sombra de la duda. Con los jueces, por ejemplo, esto se sabe y practica desde antiguo.
Las reglas sobre implicancias y recusaciones que rigen a las autoridades judiciales persiguen, precisamente, evitar conflictos de interés a la hora de sus fallos. Algunas situaciones son obvias. Por ejemplo, no se puede ser juez de una causa propia o de una en que sea parte un hijo. Otras son menos obvias. Por ejemplo, un juez debe abstenerse de decidir un caso si ha emitido con anterioridad una opinión relacionada con el objeto del caso. Hay situaciones de conflicto de interés que son aún menos obvias y mucho más sofisticadas. La posibilidad de que ocurran aumenta en la medida de la diversidad de intereses que tenga la autoridad, o quien aspira a serlo. El reciente caso de eventual colusión en el mercado farmacéutico es un buen ejemplo. Entre sus muchos intereses, el candidato presidencial de la Alianza tenía un porcentaje accionario menor en una de las farmacias involucradas. ¿Conflicto de interés? Aunque se apuró en vender las acciones, lo más seguro es que en los hechos no hubo tal conflicto. Pero queda la duda.
Y es una duda válida, porque en el ámbito de lo público basta la mera apariencia de un conflicto de interés. No se exige tener que demostrar que, en los hechos, tal conflicto efectivamente existe. Su mera posibilidad es suficiente para que nazca la necesidad de evitarlo. Quizá un juez tiene el carácter para juzgar con imparcialidad a su propio hijo. Pero el derecho no exige ni permite demostrar tan impresionante cualidad personal. Simplemente, lo declara inhabilitado. Por las dudas.
Preguntado por enésima vez el mismo candidato acerca de la necesidad de separar negocios y política, contestó hace poco que no tomaría decisiones que lo desviaran un ápice de la correcta conducción del país. Esta respuesta refleja un errado concepto de los conflictos de interés. Es posible que en medio de sus múltiples intereses, él sea capaz de seguir una línea política correcta. Pero esta capacidad personal es aquí irrelevante, pues los conflictos de interés tienen un carácter formal: se agotan en la superficie de la apariencia, sin abrir paso al fondo de la realidad.
Como se ha repetido hasta el cansancio, mientras Sebastián Piñera no resuelva de una vez el problema que desde un punto de vista público representan sus intereses tan extensos y variados, todo lo que proponga o haga va a estar ensombrecido por la duda. Y resolverlo de una vez significa hacerlo formalmente, con la forma que proveen las instituciones. Sólo la apariencia de esta forma sirve, y no la apelación a virtudes o capacidades personales. Sólo así los méritos de las ideas que acaba de presentar podrán ser evaluados y aprovechados para el progreso del país. Sólo así, sin el grito de la monja en el patio helado reverberando en nuestros oídos.