En «El sentido de un final», la novela de Julian Barnes, un profesor les pide a sus alumnos de colegio que opinen sobre las causas de la Primera Guerra Mundial. Algunos optan por respuestas simples, como que el culpable fue Gavrilo Princip, el terrorista serbio que mató al archiduque Francisco Fernando. Otro cree que los países antagónicos estaban «en un cauce de colisión inevitable». Otro, que en la historia reina el azar: solo un «instinto primitivo… Un efecto residual de la religión» nos hace querer darle un «sentido retrospectivo» a los eventos. Otro, que en cada bando hubo individuos culpables, pero que su opinión tal vez revele más de su propio estado mental que de los eventos mismos. «Es uno de los problemas de la historia, ¿no señor?», le exclama al profesor. «El hecho de que necesitamos conocer la historia del historiador para comprender la versión que nos expone».
Nótese que, en lo que es toda una lección de cómo aprovechar una clase de historia para enseñarles a adolescentes a pensar y a entender la complejidad del mundo, a ninguno se le ocurre recurrir a explicaciones patrioteras. No es solo que es así que se enseña historia en Inglaterra. La Primera Guerra Mundial, con toda la destrucción inútil que ocasionó, es un evento idóneo para el debate. Para reflexionar en cómo un siglo de relativo éxito y paz se desliza hacia la catástrofe; en por qué una vasta región del mundo resuelve tirar todo por la borda.
Han salido muchos libros sobre el tema, dado el centenario que se conmemora estos días. Recomiendo «1914. De la paz a la guerra», de Margaret MacMillan, una historiadora que explora con maestría la compleja madeja de circunstancias que van conduciendo al inesperado desastre. Algunas tienen que ver con la incapacidad de ponerse en los zapatos del otro. A Gran Bretaña, Francia y Rusia les cuesta entender el temor de los alemanes de ser «rodeados» por otros países, y las ganas que tienen de contar ellos también con colonias, con un «lugar en el sol». Tampoco entienden el temor de Austria frente al emergente nacionalismo eslavo, que los rusos alientan. Por su lado, Alemania hace gigantescas inversiones en acorazados sin percibir la alarma que provocan en una Gran Bretaña que, como isla imperial, no está dispuesta a perder su supremacía naval. También MacMillan nos da magníficos retratos de los protagonistas. En especial del errático Kaiser alemán. Su relación con la tierra de su abuela, la Reina Victoria, es de amor y odio; y se ofende muy fácilmente. Como cuando, en 1899, el Primer Ministro británico, Lord Salisbury, no lo apoya en Samoa. «Esta forma de tratarnos… ha afectado a mi gente como un shock eléctrico», le escribe a su abuela. «A Lord Salisbury le importamos poco más que Portugal, Chile o los patagones».
No era obvio que Alemania y Gran Bretaña tuvieran que ser enemigos. En 1901, la Reina Victoria murió nada menos que en los brazos del Kaiser. Antes de irse, él les propuso a los ingleses una alianza. «Si ustedes se ocupan de los mares, y nosotros de la tierra… no se podrá mover un ratón en Europa sin nuestro permiso». Tan tarde como 1913, los británicos le ofrecen a Alemania las colonias portuguesas en África, sin, desde luego, informarles a los portugueses. Pero una compleja secuencia de eventos va separando a los dos países.
En un capítulo impresionante, MacMillan explora los peligrosos sentimientos guerreros que emergen en Europa antes de la guerra. Connotados intelectuales critican la aburrida paz burguesa, y el mezquino materialismo que ocasiona. Añoran el heroísmo desprendido del campo de batalla. Parece que en épocas de éxito, fantasías románticas llevan a la gente a cansarse de estar bien, y a arreglárselas para dejar de estarlo.