El Mercurio, 7/2/2010
Opinión

La ilusión de los gerentes

Lucas Sierra I..

La definición del gabinete por un Presidente electo siempre genera expectativa. Pero en estos días pareciera haber una especial: le llegó la hora a un sector político confinado por 20 años a la oposición, y con el desafío de hacer gobierno en democracia tras medio siglo. Súmele a esto la personalidad del Presidente electo: activo a un grado perturbador, instruido, con carácter y omnívoramente capaz. ¿Quiénes trabajarán con él?

Desde un punto de vista institucional, la definición del gabinete es una decisión dramática. Bajo ella palpita, al acecho, el problema elemental de nuestro presidencialismo: la relación del Presidente con el Congreso. El problema es que esta relación tiene lugar en un escenario institucional que es desequilibrado, donde la responsabilidad y el poder no van de la mano.

El Presidente tiene una gran responsabilidad. Maneja la agenda legislativa y tiene iniciativa exclusiva en materias importantes. Pero para cumplir bien con esa responsabilidad, y poder así estar a la altura de las expectativas ciudadanas, necesita la colaboración del Congreso. Hasta aquí todo bien. ¿Cuál es el problema? El Presidente no tiene mecanismo institucional alguno para ordenar al Congreso tras sus proyectos de ley. Ni siquiera si su coalición es mayoría.

Esto configura un mal mecanismo de incentivos. El grueso de la responsabilidad está en la Presidencia, pero el Congreso tiene el poder de obstaculizarla. Si lo hace, la Presidencia paga el precio más alto, no el Congreso. Por esto, llegado el caso, puede ser relativamente barato no colaborar. El mecanismo incentiva a transformarse en díscolo. Es un problema que ha acompañado a nuestra historia republicana y, de alguna manera, está detrás de los episodios en que la sangre llegó al río.

Quienes están en mejor posición para reducir la amenaza de este problema, para reducir la posibilidad de que el desequilibrio se actualice, son los partidos. Si están bien conectados al Gobierno, se facilita la colaboración. Una manera obvia de conectarlos es el gabinete.

Esto ha sido algo traumático para la derecha. Hace casi medio siglo Jorge Alessandri tuvo la ilusión de formar un gobierno de “gerentes”. Personas respetadas, con capacidad técnica y de gestión, pero independientes y relativamente ajenas a los partidos. El intento fracasó y Alessandri terminó incorporando a los partidos de una forma casi inverosímil.

El Presidente electo debería tener esa experiencia a la vista en estos días. Sus voceros han afirmado, quizás con demasiada claridad, que él definirá el gabinete con independencia de los partidos. Al mismo tiempo, empezaron a circular nombres de personas capaces, con experiencia pública y sensibilidad política, pero independientes y relativamente ajenos a los partidos.

Como ministros, esas personas podrían aportar mucho, qué duda cabe. Pero si se le incorpora muy a contrapelo de los partidos y éstos quedan heridos, se echa a andar el reloj de la bomba que esconde el mal diseño institucional de nuestro presidencialismo. Hace no mucho, al principio de su gobierno, la Presidenta Bachelet puso en marcha el reloj bajo el eslogan de un “gobierno ciudadano”. Pero después de un rato, por suerte, la arraigada cultura partidista de la Concertación volvió a imponerse. La bomba alcanzó a explotar, con esquirlas en forma de díscolos, pero fue una explosión controlada. Parece no haber salida: el Presidente debe gobernar con partidos. Con esos bueyes tiene que arar. Si no le gustan, debe tratar de cambiarlos. Pero no puede prescindir de ellos por mucho tiempo.

En su estilo, algo tautológico y abundante en adjetivos, el Presidente electo anunció que su gabinete reflejará un “justo equilibrio”. El ha mostrado ser un hombre pragmático y poco iluso. El pragmatismo sugiere poner atención al diseño institucional del presidencialismo, y al insidioso desequilibrio que esconde. Por esto, los partidos también deben sentir que el gabinete es un justo equilibrio. No de nuevo, por favor, la ilusión de los gerentes.