Ante una catástrofe, siempre invocamos la suerte, recurriendo a la teoríade que pudo haber sido peor: tal es nuestra necesidad de optimismo.
Este año pasamos Navidad en El Gouna, un balneario en el Mar Rojo. En la mañana del 25, disfrutábamos con mis nietas egipcias de uno de esos desayunos familiares que en Navidad son dominados por los niños, por la inocente e intoxicante alegría que ellos irradian después de haber abierto los regalos. Pero, de repente, irrumpió en la casa un hombre extraño.
Al comienzo me pareció que estaba borracho. Tenía los ojos rojos, hinchados, desorbitados. Miraba agitado a su alrededor, como si buscara con urgencia algo inencontrable. «Tengo noticias terribles», dijo, y toda nuestra familia, que hasta entonces se sentía cobijada por el aura de la Navidad, se puso tensa. Mi yerno lo invitó a tomar un café.
Agarrándose de la taza como si fuera un salvavidas, envolviéndola en sus manos como si quisiera devolverles algún calor para siempre perdido, el hombre nos contó su desgracia. Había traído a su familia a pasar Navidad en El Gouna. Hace tiempo que no habían tenido una vacación, y sentían que se merecían un buen descanso juntos. Se habían acostado temprano, después de un día de playa, porque al amanecer salían a pescar. Pero a las cuatro de la mañana sonó el teléfono.
Era el hijo mayor, el que se había quedado en Holanda, para contarles que esa noche se les había quemado entera la casa: su única casa, con todas las posesiones que tenían en el mundo. El holandés ahora buscaba, desesperado, un vuelo para volver cuanto antes. Felizmente, estaba asegurado, nos dijo, ante la pregunta obvia. Pero, temblando, nos agregó lo que también es obvio: que mucho de lo que se acumula a lo largo de una vida no es reemplazable. Claro que era una suerte que la casa no se hubiera quemado con ellos adentro, dijimos todos, burdamente, y él concedió el punto. Es curioso cómo, ante una catástrofe, siempre invocamos la suerte, recurriendo a la teoría de que pudo haber sido peor: tal es nuestra necesidad de optimismo.
El holandés se fue, y retomamos nuestro desayuno. En esos momentos uno siente mucha pena, pero también un inconfesable alivio de que todo eso le paso a él, y no a nosotros. Ojalá, también un poco de humildad, porque nadie es inmune a la catástrofe. Nadie es inmune a que nos sobrevenga un desastre incluso cuando más cobijados nos sentimos, como cuando estamos sumergidos en esos momentos de recogimiento que se dan en las vacaciones de Navidad. Claro que no queremos admitir que somos tan vulnerables y, al irse el holandés, tratamos de convencernos de que lo que le pasó no nos habría pasado a nosotros. Alguien comenta que es uno de esos fanáticos que lo quieren hacer todo ellos mismos. Había construido su casa casi sin ayuda profesional. Seguramente instaló mal los cables. Pero, en el fondo del corazón, sabemos que la desgracia inesperada le llega a cualquiera. Lo único que no sabemos es por qué algunos son llamados a enfrentarla y otros no. No entendemos el misterio de esa chocante injusticia.
En estos días en que en Chile pensamos en las vacaciones de verano, no podemos no detenernos ante lo que les pasó a multitudes asiáticas el día después de Navidad, en esos países con que hace tan poco compartíamos una Cumbre. Desde luego que, para sus nativos, la Navidad no es un día tan especial, porque son musulmanes, budistas o hindúes. Pero murieron también miles de turistas, casi todos europeos, y en el caso de ellos lo que más impacta es la distancia que hay entre un desastre y la ingenua ilusión que nos dan las vacaciones, sobre todo en Navidad. En esa distancia, que es la distancia entre la ilusión y la muerte, está la medida de nuestra vulnerabilidad humana.