El Mercurio, viernes 30 de septiembre de 2005.
Opinión

La isla de las orquídeas

David Gallagher.

Singapur impacta favorablemente desde que uno se baja del avión. En inmigración, dan la inusual impresión de estar contentos de que uno haya venido. La maleta llega de inmediato. Todo es tan rápido y agradable, que uno apenas tiene tiempo para admirar las orquídeas que hay plantadas por todo el aeropuerto.

Yo sabía de la isla por sus prodigios económicos. Por su producto per cápita de 28 mil dólares, y por su crecimiento de ocho por ciento. Todo sin recursos naturales. La riqueza de Singapur está en su población educada y trabajadora. También en sus eficientes e incorruptibles gobiernos, claro que un poco autoritarios. Famosamente, es prohibido mascar chicle. Pero lo que yo no apreciaba era la impactantearmonía en que vive la gente. Chinos, indios, malasios y europeos; budistas, musulmanes, taoístas, hindúes y cristianos, todos entremezclados. No hay conflictos raciales o religiosos entre ellos, y de la ciudad entera emana una sensación de paz, de felicidad.

Claro que no todo es perfecto. Pero los problemas se arreglan rápido. Un día, mientras caminaba con estricto respeto por los semáforos, como lo hacen todos los nativos, aun cuando no haya autos, me encontré con un feroz taco, producido por un vehículo mal estacionado. Al fin un toque de caos, pensé con alivio. Al fin una infracción. Pero en poquísimo tiempo apareció en moto una preciosa mujer policía. Con sus inteligentes ojos chinos, apenas visibles debajo de un casco blanco más grande que su cabeza, ella observó la situación y anotó el número de la patente infractora, en una maquinita que llevaba en la mano. Para mi asombro, era un computador que le daba el número de teléfono del conductor, y en pocos segundos ella hablaba con él, exigiendo su presencia.

Hay muchas teorías de por qué Singapur es tan exitoso. Ninguna es convincente. Lo que sí parece cierto es que con tanto éxito, tanta eficiencia, tanto bienestar, la gente deja de tener pasiones públicas destructivas, sean políticas o religiosas, y se dedica a proyectos personales, familiares, comunitarios. Un éxito económico rotundo como el de Singapur parece ocasionar una suerte de “fin de la historia”. Por lo menos por un tiempo.

Mi último día lo pasé en el Jardín Botánico, fundado por Sir Thomas Stamford Raffles en 1822. Hay allí más de mil variedades de orquídeas. La isla entera tiene algo de orquídea, pensé: algo de esa sensual, esa sugestiva lengua que tienen las orquídeas entre sus dos pétalos inferiores, esa coqueta plataforma en la cual aterrizan los insectos polinizantes, así como en Singapur, por esencia un país plataforma, aterrizan los comerciantes del Asia entera. De allí me encontré con dos palmeras de una variedad que se llama Corypha umbraculifera. Antes de llegar a los 80 años, estas palmeras producen por una sola vez una prodigiosa floración. En su copo brotan 20 millones de flores perfumadas. Pesan media tonelada y cubren una altura de seis metros: es la floración más masiva que existe en todo el mundo vegetal. Pero, con el terrible esfuerzo, las palmeras mueren. Yo había llegado tarde: los dos árboles habían florecido en octubre del año pasado, a los 79 años. Ahora ya no se veían más que sus frutos, y aunque no fuera visible, los abrazaba la muerte.

¿Qué amenazas podrían minar el insólito florecimiento de Singapur? Como todo país rico, su población envejece: la fuerza laboral dependerá cada vez más de inmigrantes. Pero la racionalidad es tan contagiosa en Singapur, tan pegajosa, que yo apostaría a su capacidad para encauzar las pasiones de quienes aterricen en la isla.