Según la Real Academia, es «locuaz» aquel «que habla mucho o demasiado». De la definición se desprende un matiz: hablar mucho no siempre significa hablar de más.
El que tiene la fluidez mental para hablar mucho, disfruta de un envidiable don. Un don generoso, porque al hablar, entretiene, anima, alegra. Por algo hay personas -locutores, charlistas, comentaristas- que son pagadas sólo por hablar. Le permiten al oyente disfrutar de la locuacidad ajena sin la incomodidad de tener que contestar.
Pero hay culturas, como la inglesa, que inculcan la idea de que no hay que hablar si uno no tiene algo interesante que aportar. Es una idea peligrosa, porque cuando se instala la autocensura en la mente, la tranca y cohíbe. El que habla sin excesiva premeditación es más libre y más feliz. También, quizás, más humilde. Porque el que cuida sus palabras, ¿lo hace para no aburrir, o por vanidad?
Desde luego, el que habla mucho puede hablar demasiado. Si bien es agobiante el trancado silencio del que se queda mudo porque no encuentra la palabra justa, es abominable la charlatanería del que habla y habla sin nunca pensar. «Mejor el conocimiento tartamudo que la locuacidad ignorante», dijo Cicerón. También, a veces, el silencio tiene su propia elocuencia. No siempre son necesarias las palabras para expresarse. Lo saben los amantes. Algunos admiradores de Rimbaud lamentan que haya dejado de escribir poesía, para dedicarse al comercio. Pero, como dice Diego Maquieira en un gran libro inédito de conversaciones, que pronto se publicará, ese largo silencio de Rimbaud está poblado de significado. Nunca deja de atravesarlo el barco, borracho de palabras, del joven Rimbaud poeta.
La profesión que más se nutre del arte de hablar es la política. La palabra hablada es intrínseca a ella. Tanto, que la forma en que hablan los políticos nos dice todo sobre el tipo de sociedad en que se desempeñan. Las democracias más sanas son aquellas que castigan al orador gárrulo o mentiroso, y premian al que, con economía de palabras, logra ser incisivo, propositivo y veraz. Al otro extremo están los totalitarismos demagógicos. Allí, el dictador, cuando habla, es descaradamente mentiroso e irracional, mofándose de la idea de que la palabra sea la expresión de la razón o de la verdad, valores que lo limitan a lo meramente real y posible. Así demuestra que lo que vale no es sino lo que él quiere, lo que él manda y, para recalcarlo, se repite infinitamente. El gran ideólogo de la palabra mentirosa e irracional que aplasta al ciudadano fue Goebbels. «Si una mentira suficientemente grande es repetida una y otra vez, es eventualmente creída por el pueblo», dijo él. Agregó que el Estado debiera reprimir cualquier verdad que la contradiga. «La verdad es la enemiga mortal de la mentira, por lo que es la principal enemiga del Estado», sentenció Goebbels. De ese tipo de teoría proviene la verborrea de Hitler, Mussolini, Castro y, ahora, Chávez, que hora tras hora, ahoga a sus sufridos ciudadanos en un océano de frases voluntaristas.
La política chilena ha tenido, y tiene, protagonistas gárrulos y verbosos, pero, en general, nuestros políticos son comedidos al hablar. Sobre todo los ministros. De formación más bien técnica, evitan la pa-labrería. En los últimos 17 meses, los ministros han andado especialmente callados. Como los que nos educamos en Inglaterra, parecen tener terror de decir algo fuera de lugar. Ojalá se volvieran más locuaces. Ojalá bajo el liderazgo de la Presidenta salieran a difundir la carta de navegación del Gobierno. Porque nadie la conoce.