El Mercurio, viernes 3 de agosto de 2007.
Opinión

La magia de los filtros

David Gallagher.

Wagner sostenía que el lógico desenlace de un gran amor era el suicidio pactado.

Desde sus orígenes, la literatura nos habla de brebajes mágicos que transforman a las personas. Desde que el hombre conoce el vino, han parecido plausibles. Basta con sólo un poco de imaginación para concebir un filtro que no sólo hace parecer más seductora a la mujer: induce a perder la cabeza por ella. Además, los efectos de los filtros mágicos dramatizan algunas preguntas que nos hacemos. Cuando nos enamoramos, ¿qué tipo de mutación, con o sin filtro, sufrimos, y con qué voluntad nos quedamos? ¿Quiénes somos, si un líquido puede cambiar nuestra personalidad?

Las óperas de Wagner son notables usuarias de bebidas transformativas. En las «Valkirias», Sieglinde revive con un jarabe a un abatido guerrero. Siegmund bebe, se miran, y ambos caen en un éxtasis del que sólo los podrá separar la muerte. En «Sigfrido», el héroe bebe de la sangre del dragón que derrota, y ésta le permite leer los pensamientos de su enemigo. Así evita que le propinen una maléfica poción a él. En «El crepúsculo de los dioses», el mismo Sigfrido ingiere un filtro que lo lleva a traicionar a Brünnhilde, enamorándose bobamente de otra. ¿Qué es este «héroe», que vive tironeado entre un brebaje y otro, y que parece no tener identidad propia? ¿No era Sigfrido el hombre libre que, según el dios Wotan, redimiría a los dioses? Será que, como dice Wotan, es difícil para un dios crear a un hombre libre.

El más notable de los brebajes de Wagner es el que ingieren Tristan e Isolde en esa ópera que fue tan bien montada recién en el Municipal. El elixir de amor que beben los lleva a quererse con pasión justo cuando el leal Tristan debe entregar a Isolde a su rey. ¿Qué es la lealtad, si una pócima la puede fulminar? ¿Qué es el amor, si un momento Isolde y Tristan se odian, y enseguida, al beber, se juran amor eterno? Los amantes toman el filtro de amor contra su precaria voluntad. Isolde creía que era el filtro de la muerte. A Tristan le propone, mintiendo, que han de brindar por la reconciliación. «Propicio néctar del olvido», canta él, «yo te bebo sin titubear». ¿Qué filtro cree estar bebiendo? ¿De qué olvido habla? ¿El de la muerte, el del amor, o el de la reconciliación? ¿O piensa que son lo mismo? Para Wagner, de alguna manera lo eran. Él sostenía que el lógico desenlace de un gran amor era el suicidio pactado.

A Isolde y Tristan, al beber los invade un deseo insaciable, que se expresa en una música vertiginosa, que no nos deja respirar hasta que oímos el último aliento de Isolde estirada sobre el cuerpo muerto de Tristan. Es la música del deseo que sólo la muerte apaga. La música de la noche, para Tristan e Isolde el ámbito del amor primigenio y esencial, siendo el día el del poder, del orden y, por tanto, el del engaño y la envidia.

En este apego a la noche, Tristan e Isolde tienen precursores en Romeo y Julieta, también mártires de la pasión prohibida. «Si el amor es ciego», dice Julieta, «la noche es su lugar», y le piden a la noche que los envuelva y esconda. Ruegan que el canto del ruiseñor no ceda al de la alondra. El destino de Romeo y Julieta también es definido por una poción, la que le dan a Julieta para que parezca muerta por sólo un día. Romeo cree que está muerta de verdad, por lo que ingiere un filtro con veneno. Cuando ella despierta y ve que él muere, también traga el veneno.

Para Tristan e Isolde, la muerte es una apoteosis. Pero, para Shakespeare, más universal o terrestre que Wagner, habría sido mejor que Romeo supiera que Julieta estaba viva. El suicidio de Romeo y Julieta no es un triunfo. La obra de Shakespeare es una tragedia. La de Wagner es una oda a una pasión que busca en la muerte su orgasmo.