Es especialmente perturbadora la violencia cuando ocurre cerca de la Navidad. Porque es una época en que nos volcamos a la familia, a los amigos, a nuestros entornos más íntimos.
Recogidos en familia para celebrar la Navidad, nos cuesta imaginar que los líderes del mundo sean tan insensatos como para tirar todo lo que se ha logrado por la borda, y tal vez no lo sean.
Refugiados allí, la violencia la resentimos como una inoportuna intromisión, el aviso desagradable de que no hay lugar en que tengamos asegurada la paz.
Pienso en los actos de violencia de esta semana. En el de Berlín, que ocurre nada menos que en un mercado navideño. En el de Ankara, en que matan al embajador ruso en una galería de arte. Y en Chile, en el piedrazo que recibe un empresario al salir de un centro de justicia. Es un acto nimio frente a la masacre de Alepo o la destrucción en el Yemen, pero demuestra lo alienada que anda esa gente que, en pleno calor del verano, hace el esfuerzo de congregarse allí a desahogar su odio.
El mundo ha convivido siempre con la violencia, y nuestra época está lejos de ser de las peores, si uno toma el mundo en su conjunto. Pero es preocupante la velocidad con que en muchos países valores como la razón, la paz y el consenso se han visto en retirada frente a emociones negativas como el miedo, la ira y el rencor. Y los políticos las han explotado. En muchos países, entre ellos la Gran Bretaña en que gana Brexit y los Estados Unidos en que gana Trump, se ha roto el pacto implícito que hace que una democracia funcione; el pacto en que los políticos aceptan competir bajo reglas de juego razonablemente limpias, en función de valores compartidos más o menos universales, y donde para ganar elecciones se evita incurrir en las mentiras más flagrantes y las promesas de más imposible realización. Los valores universales han ido cediendo a prejuicios sectarios, la verdad a la pos-verdad, el hecho cierto a la noticia falsa, en un ambiente en que todo vale por igual. Cuando dejan de ser preeminentes la verdad, la razón y la paz, cuando se deja de buscar consensos en torno a valores universales compartidos, todo se vuelve posible, y donde todo es posible, el riesgo es grande de que sea lo peor lo que ocurra: en el mejor de los casos, demagogia y populismo, y en el peor, violencia y guerra.
Recogidos en familia para celebrar la Navidad, nos cuesta imaginar que los líderes del mundo sean tan insensatos como para tirar todo lo que se ha logrado por la borda, y tal vez no lo sean. Pero el potencial riesgo en que estamos queda demostrado por el hecho de que simplemente no sabemos qué va a pasar a partir del 20 de enero, cuando Trump asume en Washington. Lo único seguro es que él ganó la presidencia apelando a emociones negativas en lo que fue una verdadera fiesta de pos-verdad. Tal es la incertidumbre que él despierta que un analista tan ecuánime como Martin Wolf terminó su columna de esta semana en el Financial Times con las siguientes escalofriantes palabras: «que esté un demagogo de extrema derecha a cargo de Estados Unidos, el repositorio más influyente de valores democráticos que existe, es un hecho devastador. La pregunta que todavía no tiene respuesta es si el mundo tal como lo conocemos lo sobrevivirá».
En un contexto mundial agitado, nuestro país se ve, felizmente, bastante bien, aunque aquí también – en forma más suave, más sutil- haya perdido fuerza el pacto que había, de ceñirnos en política más o menos a la razón y a la verdad. Últimamente hemos coqueteado con el populismo y la demagogia, y como lo demostró ese feo piedrazo, hay focos de odio puro, pero tenemos la oportunidad en 2017 de sumarnos a esos países latinoamericanos que vienen de vuelta, y de convertirnos con ellos en ejemplos de sensatez para los del hemisferio norte.
En cuanto a estos últimos, felizmente no todo el mundo es tan pesimista como Wolf: lo demuestra la euforia que se percibe en la Bolsa americana.