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Salud

La pérdida del mejor amigo 

Juan Luis Ossa S..

La pérdida del mejor amigo 

Voy y vuelvo, decía Nicanor Parra. Ojalá fuera así de simple.  

La pérdida del mejor amigo es una fuente inagotable de dolor. Una mezcla de impotencia y angustia que nos embarga desde el momento en que suena el teléfono y, desde el otro lado, nos informan de su partida. Nadie está preparado para recibir una noticia de esa naturaleza. La regla dice, o al menos eso creemos, que la muerte es cuestión de enfermos o de personas entradas en edad. Felipe no era ninguna de ambas.

Se fue hace casi seis meses, el viernes 1 de noviembre. Día infausto que nos llevaremos grabado a nuestras respectivas muertes. En este tiempo he aprendido que el duelo es un acto individual. La compañía existe e incluso, me atrevo a decir, las expresiones de cariño se multiplican. Pero la pena la llevamos por dentro, y cada uno la vive y experimenta de manera particular. Hay días en que no lloro; otros en que las lágrimas caen de los ojos sin razón aparente; otros, en fin, en que la tristeza se transforma en un espejo de lados infinitos: nos mira fijamente, nos recuerda cuánto lo quisimos, nos invade hasta hacernos cómplices de su prematura ausencia.

Los deudos, dirían algunos, deben aprender a convivir con el presente y la vida que aún nos queda por delante. Tienen razón: es lo que, sin duda, habría deseado la persona que ya no está. El problema es que, al igual como nadie nos enseña a ser padres, nadie tiene la llave maestra para dotar de explicación a lo que simplemente no tiene explicación. Los recuerdos no sólo son un antídoto ante el olvido y la desmemoria. Son también lo que nos queda de esa parte de nosotros que se ha ido. La amistad es, en efecto, un constante “nosotros”; la elegimos y conservamos porque así lo queremos quienes la cultivamos. 

Felipe era un conversador innato, aunque a veces gesticulaba más que fraseaba: prefería lo poco y bueno, antes que lo mucho y malo. Sabía de las más variadas materias, pero no hacía alarde de ello. Era consciente de sus debilidades y, por eso mismo, no sentía miedo a expresarlas. Tenía, por otro lado, una capacidad admirable para crear momentos especiales. Lo hacía a través de la cocina o de la música. Y ya que no tengo su habilidad para lo primero, estos meses me he contentado con lo segundo. Oír la música que le gustaba es la mejor forma de acercarme a su historia: allí están recopilados los cientos de momentos que pasamos juntos. Canciones como “Andalucia”, de John Cale, o “Wigwam”, de Bob Dylan, me retrotraen a ese tiempo que, quiero creer, fue mejor. 

Voy y vuelvo, decía Nicanor Parra. Ojalá fuera así de simple.