Son muchos los libros que pretenden seguir el camino de «La riqueza de las naciones» de Adam Smith, en su intento de descubrir qué es lo que hace que un país sea exitoso. El más reciente es Why Nations Fail («Por qué fracasan las naciones»), una inmensa obra de Daron Acemoglu (economista) y James A. Robinson (politólogo), publicada hace poco en Estados Unidos. La tesis del libro fue adelantada por Acemoglu cuando vino al CEP hace un par de años. Básicamente, es que los países exitosos son aquellos que tienen instituciones sólidas que además son «inclusivas»: los ciudadanos tienen igualdad de acceso a ellas, y nadie es excluido. En cambio, los países que fracasan son los que tienen instituciones débiles o, peor, «extractivas», diseñadas por una élite para «extraerles» renta a los demás.
Acemoglu y Robinson rechazan toda teoría anterior que haya pretendido explicar el éxito de un país, y lo hacen aportando incontables «datos históricos». Éstos los reúnen con el aplomo de científicos sociales que no se sienten limitados por las pedestres disciplinas del historiador. Los autores se pasean con desparpajo por la historia del mundo, desde la edad del hielo hasta ahora, saltando sin pudor de la revolución industrial al imperio Ming, o del imperio romano al surgimiento de la Mesopotamia. Así nos van «demostrando» que el éxito de un país no tiene nada que ver con cultura, religión, geografía, clima o etnia. Ni siquiera con «buenas ideas». Algunos economistas parecen creer, según ellos, que a los países les va a ir bien si se les da a sus gobernantes buenas ideas económicas, como si éstos no supieran leer y no fueran capaces de descubrirlas ellos mismos en la copiosa literatura que existe. Acemoglu y Robinson alegan, plausiblemente, que recetas como las del «consenso de Washington» no funcionaron en muchos países porque sus élites no querían que funcionaran: temían que mercados abiertos a la competencia, y por tanto a la «creación destructiva», iban a terminar destruyendo su poder «extractivo».
Los viajes vertiginosos de Acemoglu y Robinson a través del tiempo y el espacio son muy entretenidos. Los dos se parecen a aquellos novelistas que usan la historia como fuente de inspiración, sin tener que detenerse en hechos que no son interesantes o funcionales a su tesis. A veces, en sus arrebatos de entusiasmo, se tropiezan. Por ejemplo hablan a menudo de «ley británica» cuando quieren decir «ley inglesa», y para rebatir la tesis, sin duda dudosa, de que es la cultura inglesa la que explica el éxito de países como Estados Unidos o Australia, nos recuerdan que «Sierra Leona y Nigeria también fueron colonias inglesas». Cierto, pero la diferencia es que Estados Unidos y Australia fueron no sólo gobernados, sino masivamente poblados por ingleses.
Si fueran historiadores, Acemoglu y Robinson estarían más abiertos a la idea de que el éxito de un país no depende de un solo factor, sino de varios que se dan en combinación. Es raro, aunque común entre economistas, ese afán de que sea sólo uno. Con todo, el libro es una elocuente vindicación de la igualdad de oportunidades, tan necesaria en cualquier país, no sólo porque optimiza los recursos humanos y reduce las tensiones sociales, como dicen los autores, sino porque su existencia es un imperativo moral.
Me quedé pensando en cuáles instituciones chilenas son «inclusivas» y cuáles son «extractivas». Tenemos una economía de mercado relativamente inclusiva, pero nuestro sistema educacional no lo es. Tampoco lo es nuestro sistema centralista de organización territorial. Tal vez no sea casual, entonces, que las protestas de estos años vengan de los estudiantes y de las regiones.