En su libro «El error de Descartes», el neurólogo portugués Antonio Damasio hace una interesante sugerencia sobre «Tristán e Isolde», la ópera que se dio recién en el Municipal. Según Damasio, el filtro de amor que ingieren los héroes de Wagner, creyendo que es el filtro de la muerte, representa los filtros que nosotros mismos excretamos «en nuestros propios cuerpos y cerebros, y que son capaces de obligarnos a conductas que a veces podemos controlar, y a veces no».
Damasio sugiere que Tristán e Isolde, en su desaforada e incontrolable pasión, actúan como si estuvieran bajo la influencia de la oxitocina, una hormona fabricada tanto «en el cerebro (en los núcleos supraópticos y paraventriculares del hipotálamo), como en el cuerpo (en el ovario o en los testículos)». La oxitocina, aparte de un rol que tiene como facilitadora del parto y de la lactancia, parece que libera, o es liberada por, sentimientos de fuerte apego a otra persona, como también de confianza y de generosidad. Por eso le dicen la «molécula de la monogamia», o «la molécula de la confianza».
Como ocurre con tantas substancias químicas, nos conviene acceder a la oxitocina con moderación. En el caso de Tristán e Isolde, el hipotálamo les excreta una devastadora sobredosis. Por algo ellos creen que han bebido la pócima de la muerte: al ingerirla, ha muerto en ellos toda capacidad para razonar. No hay voluntad, no hay libertad de consentimiento en su irreversible, pero ilícita monogamia. Por eso el rey Marco los perdona, aunque demasiado tarde para evitar que mueran.
La oxitocina ha estado en el tapete en Chile, no solo por Tristán e Isolde. La substancia fue invocada por Kevin McCabe y Ulrich Witt, dos neuroeconomistas invitados por la Fundación Ciencia y Evolución, que hablaron la semana pasada en CasaPiedra y en el CEP (NdeE.: Ver presentaciones).
McCabe mostró los resultados de unos juegos de laboratorio que hacen para detectar cómo y cuándo se genera cooperación entre personas que saben que cooperar les traerá beneficios, pero sólo si la contraparte también coopera. Mientras se desarrollan los juegos, estudian los cerebros de los participantes. Es allí donde se descubre que, cuando uno de ellos toma el riesgo de confiar en otro, se le aumenta el flujo de oxitocina.
Economistas como McCabe, o como Vernon Smith, un Premio Nobel que estuvo en el CEP en 2002, y los neurocientistas con quienes ellos trabajan, han acumulado evidencia de que la evolución nos ha programado para cooperar. Sobre todo cuando creemos que al hacerlo seremos correspondidos, pero a veces incluso porque sí no más. Será que nuestro cerebro apuesta a que el aura de bondad y confiabilidad que la oxitocina nos brinda nos traerá beneficios algún día. En todo caso, nuestro cerebro parece estar muy bien equipado para ser cooperativo y confiado.
También lo está para ser egoísta y desconfiado, y lo que los experimentos de estos cientistas no explican, todavía, es por qué en algunas sociedades hay tanta más confianza en el prójimo que en otras. En el CEP les preguntaron a los neuroeconomistas si creían que los resultados de sus experimentos serían tan optimistas, en cuanto a cooperación innata, si se llevaran a cabo en Chile, donde los índices de confianza en el prójimo son bajos. Intuyendo que pensábamos que no, Witt sugirió que le agregáramos oxitocina a nuestra agua potable. Una idea interesante, pero peligrosa: podríamos caer en arrebatos autodestructivos como los de Tristán e Isolde, y terminar queriendo entregar el norte a los países vecinos. Algo de paranoia parece que también se necesita para sobrevivir.