Es mejor estar fuera del palacio que perder la entereza. Mejor estar en la intemperie que tener que confabular, conspirar e intrigar para quedarse adentro.
En los años sesenta, cuando yo vivía de estudiante en París, tenían mucho prestigio intelectual los mendigos, los «clochards» de la ciudad. Una de las grandes entretenciones que teníamos como estudiantes, era la de sentarnos con un «clochard» y una botella de vino, debajo de un puente del Sena, a hablar de la vida. Entre los que me tocaron: un «clochard» ruso, que decía ser un príncipe, y que era anarquista, como Bakunin, y un francés, que decía ser la reencarnación de Baudelaire.
El prestigio intelectual del mendigo o vagabundo provenía de diversas fuentes. Samuel Beckett había desarrollado una literatura que lo enaltecía. En el caso extremo de su novela «El innombrable», el hombre es reducido a nada más que un cuerpo tullido, que se confunde con la basura y que existe sólo en el sentido mínimo cartesiano de que sigue pensando. Beckett insinuaba que toda pertenencia adicional, llámese nombre, ropa, casa, familia, país, era superflua. Por otro lado, el desprendimiento material había ganado prestigio en el mundo hippie, donde se popularizaba el concepto de que había que tener menos para tener más. Había salido una notable novela autobiográfica de Violette Leduc, una «clocharde» a la vez intelectual y escandalosa. En Londres, en una versión inolvidable del «Rey Lear» de Shakespeare, Peter Brook presentaba a Lear y Edgar como dos «clochards» beckettianos, dos vagabundos, que tras ser despojados y expulsados por sus familias, estaban reducidos a nada más que su carne humana y sus eso sí que infinitas palabras.
Esta interpretación beckettiana del «Rey Lear» no era un capricho de Brook. Ahora vemos que la obra se presta a ella. Cuando Lear ve a Edgar, se pregunta: «¿No es más que esto el hombre?» Enseguida, Lear, como los personajes de Beckett, reivindica la situación de despojo que viven tanto él como Edgar. No está tan mal ser sólo eso. «No le debe seda al gusano, cuero a la bestia, o lana a la oveja,» dice de Edgar. Más tarde, con Cordelia, su hija, Lear se regocija de que los dos ya no tengan nada y estén, incluso, presos. ¿Qué importa, si se han podido reconciliar y querer de nuevo? «Quedémonos en la cárcel», le dice a Cordelia. «Cantemos como dos pájaros en una jaula. Cuando tú me pidas mi bendición, yo me hincaré y te pediré perdón; y viviremos, y rezaremos, y cantaremos, y nos reiremos.»
Brook nos enseñó que el «ReyLear» es, entre otras cosas, una obra sobre lo que significa estar afuera, expuesto a la intemperie; lo que significa ser echado del palacio, por el capricho y la maldad de la gente poderosa que lo habita, pero también por no querer transar, por no querer hacerles venias a los cortesanos, por no ser capaz de ser hipócrita, por no querer jugar el juego del poder; por tener otras prioridades, como la verdad, el amor, la salud del espíritu; por tenerlas con mucha fuerza, tenerlas en el corazón, de manera que ser expulsado del palacio, ser arrojado a la intemperie, a la tormenta, no da tanta pena: al contrario, da mucha alegría, porque la conversación de un amigo o el amor de una hija valen más que el oro.
Claro que pocos quisieran ser un «clochard», ni siquiera con vista de l’Ile Saint-Louis. Sin embargo el Rey Lear con su hija Cordelia y el harapiento Edgar son, como el «clochard» beckettiano, potentes metáforas: de la belleza que hay en el desprendimiento, de la humanidad que sobrevive al despojo, del hecho de que es mejor estar fuera del palacio que perder la entereza. Mejor estar en la intemperie que tener que confabular, conspirar e intrigar para quedarse adentro. Mejor no tener que deberle seda al gusano.