Viejo, frágil y solo, sin nada que esperar de este mundo y con la vida eterna por delante, Donatello se entrega a la aventura de lo desconocido y forja su obra maestra.
Donatello, el gran escultor de Florencia, nace en la ciudad hacia 1387. En sus primeros años, se debate entre modelos góticos y clásicos: por algo se dice después que transita entre la Edad Media y el Renacimiento. En su madurez hay cada vez más toques de expresión propia. Como en la crucifixión que está en la Santa Croce, en que Jesús tiene la cara de un ciudadano común. O en el sacrificio deIsaac, donde tanto el padre como su víctima tienen una expresión de estudiada indiferencia ante el despiadado dictamen de Dios. Pero nada nos prepara para las últimas esculturas. Obras como la Judith del Palazzo Vecchio, que perversamente combina la pureza con la sensualidad, y que decapita a Holofernes con voraz dulzura. O la increíble Magdalena en el Museo de las Obras del Duomo.
La Magdalena es tallada en madera sin ninguna pretensión de alcanzar la belleza o la armonía. Cuando uno primero la ve en el museo, después de estar entre las obras clásicas de Donatello, el impacto es devastador. Una mujer flaca, huesuda, desdentada, con una larga cabellera desordenada que se confunde con sus harapos, una joven brutalmente envejecida, una vieja fea, mugrienta, alienada, presa de un dolor inconcebible e incomunicable. Se parece a esas mendigas desfiguradas por la pobreza extrema que, apostadas en algún semáforo, inquietan hasta a las personas más porfiadamente indiferentes al infortunio ajeno. Lo terrible de esta Magdalena desquiciada, destruida, desesperanzada, con sus manos juntas en postura de plegaria y de penitencia, con brazos huesudos y piernas esqueléticas visibles entre sus andrajos, es que uno ve en ella remanentes de sensualidad, de manera que en el destrozo catastrófico que encarna hay algo casi de deseable. Nada en el museo nos ha preparado para esta espantosa aparición, que parece sacada del barroco español, o de una novela de Dostoievski.
Los críticos de arte en Italia hablan de la última «maniera» de algunos artistas, que en su vejez se liberan de las convenciones de su época, y se lanzan a una búsqueda propia. Más de un siglo después, acontece eso con Tiziano, que, poco antes de morir, recurre con pinceladas gruesas a un expresionismo descarnado, abandonando la serenidad estética de su madurez. Pienso en el Tiziano del «Desollamiento de Marsias».
Al contemplar la Magdalena de Donatello, uno se queda pensando en el hombre ya viejo que la concibió. Se ha ganado todos los honores y está contento, satisfecho. Pero también se siente un poco solo. Han muerto muchos de sus amigos, y ya no lo visitan tanto los jóvenes, porque ya no esperan nada nuevo de él. Pero la soledad no le desagrada tanto. Lo hace sentirse más libre. Está viejo y solo, y tiene poco que perder, piensa. ¿Por qué no intentar un camino propio? ¿Uno libre de las convenciones que él ha adaptado a sus fines, pero que, mal que mal, lo han limitado? Además, sus manos le tiemblan, y esas líneas perfectas ya no le salen tan bien: al diablo la perfección, entonces. Por otro lado, el terror de lo desconocido, de la muerte que se le acerca: ¿De qué sirve la belleza cuando la carne se pudre? ¿No es hora de pensar en la penitencia? La penitencia a partir, claro, de esa misma carne de la que disfrutó tanto, y que aún llama y tienta, como la sonrisa de esa mujer que perversamente recuerda cómo era antes de que perdiera los dientes.
Libre de las frívolas certezas que tienen los hombres maduros, viejo, frágil y solo, sin nada que esperar de este mundo y con la vida eterna por delante, Donatello se entrega a la aventura de lo desconocido y forja su obra maestra.