Felizmente, éste es un caso en que, gracias al tesón de los académicos norteamericanos, se perjudicaron los censores.
Escribo desde Nueva York. Es uno de esos días en que el aire frío pero asoleado da energía y alegría de vivir. Pero no da descanso de los asuntos oscuros de nuestro pasado. Están casi más vigentes acá que en Chile. Es que ya no son nuestros: son globales, universales. Casi todos los días en los diarios norteamericanos sale algo sobre las cuentas del Riggs, o el Plan Cóndor. Pero la historia «chilena» que más me impresiona, es una que me cuenta al almuerzo el director de una gran revista de la ciudad.
La historia comienza a fines de 2003, cuando un distinguido experto en América Latina, el profesor Kenneth Maxwell, publica en la revista «Foreign Affairs» una reseña del libro de Peter Kornbluh, sobre los llamados «archivos Pinochet», recién desclasificados por el gobierno norteamericano. La reseña de Maxwell, que insinúa que hubo complicidad de Estados Unidos con el golpe en Chile y algunos hechos violentos posteriores, despierta el furor de Henry Kissinger. William Rogers, su colaborador de toda una vida, envía a «Foreign Affairs» una fulminante respuesta, pero Maxwell la refuta con brutal eficiencia.
Aquí las cosas se ponen turbias. Presionado por sus dueños, el Council on Foreign Relations, la revista llega con Rogers a un inusual acuerdo. Rogers contestará la respuesta de Maxwell, pero Maxwell no tendrá derecho a responderle a él: Rogers tendrá la última palabra. James Hoge, director de la revista, vulnera un principio sagrado: que un colaborador siempre tenga derecho a respuesta. Es que ha habido presión de pesos pesadísimos: dos empresarios, que ya han donado más de 34 millones de dólares al Council on Foreign Relations. Mucho dinero para insistir en la independencia editorial.
¿Cuál fue la peor ofensa de Maxwell? Describir una confusa secuencia de telegramas, que, sin tanto afán represivo de parte de Kissinger y sus operadores, pocos conocerían. El 23 de agosto de 1976, Washington manda un telegrama a sus embajadores del Cono Sur, pidiéndoles advertir a cada país que una campaña de asesinatos de enemigos dentro y fuera de sus fronteras «crearía un problema moral y político», y sería mal visto por Estados Unidos. ¿Mal visto de allí en adelante? ¿Cómo era visto hasta entonces? Ése es el primer enigma. En el caso de Chile, el telegrama es retenido por el embajador David Popper, porque estima que sería ofensivo para el gobierno chileno. En todo caso, el 20 de septiembre Washington manda un segundo telegrama, pidiendo que las embajadas dejen sin efecto el primero. ¿Qué pasó? Después de 27 días, ¿Washington decidió que sí era legítimo asesinar? Hay una agravante: Maxwell destaca que, «por cruel coincidencia», el día mismo de ese segundo telegrama es asesinado Orlando Letelier. Las coincidencias, sean felices o crueles, no suelen implicar una relación de causa y efecto. Pero la nerviosa sensibilidad de Kissinger y Rogers parece intuir una acusación.
El cuento tiene un final feliz para Maxwell. Sus colegas académicos lo apoyan sin reservas. Renuncia al Council, y es nombrado profesor en Harvard, en el David Rockefeller Center. Enseguida escribe un fascinante documento sobre el episodio, que ahora está en el sitio web del Center. Se llama «El caso de la carta perdida», y leerlo es como leer una novela de suspenso.
Es increíble que, debido a presiones, una revista como «Foreign Affairs» sacrifique tanto su prestigio. Felizmente, éste es un caso en que, gracias al tesón de los académicos norteamericanos, se perjudicaron los censores. Maxwell se quedó, de lejos, con la última palabra.