El Mercurio, 27/8/2010
Opinión

La verdad espinuda

David Gallagher.

Nada más valioso, en este país en que nos refugiamos en tribus, en rebaños, que la voz de alguien libre e independiente, en el sentido no sólo de sentirse libre para atacar al adversario, como lo hacen tantos, sino en el sentido profundo de pensar los temas en sus méritos, sin prejuicios, aun cuando el veredicto sea malo para el amigo o para uno mismo. Es la libertad que se respira al leer «La vida doble», la última novela de Arturo Fontaine.

Es una novela dura que describe las escabrosas torturas a las que fueron sometidos miles de chilenos en un pasado no tan lejano. El narrador las relata a partir de una larga entrevista que tiene en Estocolmo con una tal Irene, o Lorena. Ella pertenecía a un grupo subversivo llamado Hacha Roja, pero es detenida en un asalto. De allí su vida cambia. Aguanta las torturas, pero cuando amenazan con dañar a su hija, no da más. Se da vuelta y se convierte en «la Cubanita», por el acento que finge como asesora en las sesiones de tortura.

La novela es esencialmente una biografía de Lorena. Ella es una mujer maleable y cambiante. Pero tiene la lucidez, y la distancia epistemológica, que le confieren sus estudios de filosofía francesa. Eso le da una dimensión reflexiva a lo que es también una novela de acción. El narrador cuenta la historia de Lorena, con todos sus bruscos cambios de dirección, tal como es, sin emitir juicios. Lo hace contra el vaticinio de ella. «Tú quieres que te hable de huellas dactilares, llaves ganzúas, seguimientos, autos-bomba, persecuciones, tiroteos y torturas. Pero al final buscas una aventura moral. Es lo que te conseguirá una casa editorial. La gente ama la historia que confirma el prejuicio. Reconocer lo que ya les mostró la tele: eso gusta. La verdad es demasiado inquietante, espinuda, contradictoria y espantosa. La verdad es inmoral. No debe imprimirse».

La afrancesada Lorena podría agregar que la verdad es inasible. Pero Fontaine procura contarla, y la fuerza de su novela está en el abismo que descubre entre los prejuicios del lector y esa porfiada y espinuda verdad. De allí la libertad e independencia de Fontaine. Podría haber escrito una novela moralmente simple, una en que están claramente delineados los buenos y los malos. Pero, como en los «Demonios» de Dostoievsky, la lucha entre el bien y el mal está en el corazón de cada individuo. Como dice Lorena, «se desata en el buen padre, en la hija de familia ese monstruo que llevamos dentro, esa fiera que se ceba con la carne humana». Y aun cuando se desata el monstruo, tratan de justificarlo, de racionalizarlo, porque nadie quiere creerse malo. Son órdenes de arriba, dicen. Son los subordinados que se fueron de madre. El Gato, un ávido torturador, se justifica despotricando contra los que estima son los beneficiarios de su obra. «¿Tú te creís», le pregunta a la Cubanita, «que esa jovencita linda en la luz de la mañana, en el lago, en bikini, deslizándose en esquíes de fibra de vidrio, en la estela de una lancha con un motor fuera de borda de 150 hp, sabe de mí? ¿Tú te creís que se imagina que la tarjeta dorada de su papi cuelga de un hilo delgado e invisible que la une a un ser ‘abyecto’ como yo? Ni que hablar de los intelectuales que analizan la ‘coyuntura política'». Es lo que pregunta el Gato. El narrador, desde luego, no comenta.

En «La vida doble», una novela veloz, llena de acción rápida y de suspenso, que uno lee con la lengua afuera, pero que es a la vez pródiga en complicadas reflexiones morales, nadie se salva. En cuanto al suspenso, en Chile la novela lo ha provocado antes de ser leída. Publicada en España en junio, su viaje a nuestro país ha sido lento. Felizmente, todo indica que llega la próxima semana.