En Chinchero, en el Valle Sagrado peruano, hay, en la cumbre de un cerro, una iglesia de adobe construida a comienzos del siglo diecisiete.
Como para demostrar qué religión vale, se yergue sobre los remanentes de un templo inca. Dicen que para los incas era el lugar donde nació el arcoíris. Si es así, le atribuían a este bello entorno el valor que se merece, porque quienes veneraban el sol no podían no venerar también las ocasiones en que lo acompaña la lluvia, esa que apacigua la sed y riega los cultivos.
Para acceder a la iglesia hay que llegar a lo más alto de un sistema de andenes que van cortando el cerro para adecuarlo a la agricultura. Con la Sarita, y nuestros amigos Miguel y María Luisa, tuvimos mucha suerte: llegamos arriba justo a tiempo para asistir a una misa bilingüe celebrada en quechua y español.
Era el tercer domingo de Cuaresma, y tanto las Lecturas como el Evangelio tenían que ver con la importancia del agua: tanto de aquella que en el Éxodo apacigua la sed terrenal de los judíos en el desierto, como de esa agua viva de la que le habla Jesús a la samaritana: agua que convierte al que la bebe en «surtidor de agua que salta hasta la vida eterna».
La iglesia está muy llena. Logramos encontrar un último asiento atrás y nos ponemos a admirar lo devotamente concentrada que está la congregación. Son todos locales con excepción de algún turista que se distingue por su altura relativa. Les hemos oído rezar el Credo en quechua y ahora oyen con atención el sermón del cura, quien felizmente se traduce a sí mismo, paseándose con elocuencia del quechua al español. Un perro grandote, de raza indefinida, se arrima contra las piernas de Miguel, pero no alcanza a distraernos: el cura está evocando las feroces inundaciones que esa semana asolan la costa del Perú. Es un signo de los tiempos, dice, una señal de Dios. Es que no hemos cuidado el medio ambiente, dice. No hemos querido hacer esfuerzos para frenar el calentamiento global. No hemos cuidado el agua, ni la que apacigua la sed terrenal ni la que necesitamos para acceder a la vida eterna.
Con excepción del perro, que ahora me busca a mí (¿lo habrá pateado Miguel?), quedamos todos pensativos. Sumándonos a la melancolía milenaria de la congregación andina, salimos cabizbajos de la misa.
Nuestra base en el Valle Sagrado es el Hotel Explora. Es de las inversiones chilenas más originales que hay en el Perú, porque Explora, en su nicho, revolucionó el turismo. Como explica Beno Atan, un hombre de Rapa Nui, quien está a cargo del hotel, el Explora no es un hotel tradicional, hecho nada más que para quedarse. Es un «campo base». Uno, cabe decirlo, muy cómodo, desde el cual se hacen excursiones. Sus guías ultraprofesionales han mapeado incontables trayectos que se pueden hacer a pie, en bicicleta y -para flojos como nosotros- en van. Lo revolucionario del concepto es que un hotel así apenas necesita tener terreno propio: el valle entero se convierte en su terreno.
El último día vamos a Ollantaytambo. Un pueblito de callejuelas empedradas, muy angostas. Sus casas coloniales están construidas sobre casas incas que están casi intactas. Al lado del pueblo, una enorme ciudad fortificada, construida por el Inca Pachacútec en el siglo quince sobre enormes andenes que parecen ir ascendiendo hacia el cielo.
Tengo una viva sensación de haber estado allí antes. Pero ¿cuándo? ¿En un viaje a Cuzco que hicimos hace seis años con unos amigos peruanos? Después en Lima, les pregunto, pero ellos tampoco se acuerdan. Miguel me sugiere que puede haber sido en otra encarnación. ¿Pero quién fui esa vez? ¿Un inca, un turista japonés, un zancudo?
Lo cierto es que Ollantaytambo me queda en la memoria como en duplicado.