El sábado pasado, en un balneario cerca de Lima llamado Asia, Mario Vargas Llosa presentó su versión teatral de «Las mil noches y una noche», en una creativa producción, pródiga en efectos cinematográficos, del cineasta peruano Luis Llosa. El mismo Vargas Llosa jugó el papel de Sahrigar, el rey que, para vengarse de la mujer que lo traicionó, copula cada noche con una virgen, para a la madrugada mandarla a ser decapitada.
La adaptación de Vargas Llosa del gran monumento literario oriental es ingeniosa, poética, sensual. Él se ha convertido, además, en un excelente actor: trabaja con una agradable naturalidad que es inusual en el mundo hispano. Y Vanessa Saba es una guapa Sherezada, la joven virgen que se ofrece a Sahrigar, pero que se salva de la muerte deleitándolo con cuentos de aventuras. Llenas de suspenso, las aventuras nunca llegan a un desenlace definitivo, por lo que el rey, noche tras noche, quiere siempre oír más.
Para Borges, la magia de «Las mil y una noches» estaba en que en la última noche, Sherezada vuelve al cuento de la primera, como para partir de nuevo. Borges veía en ese retorno potencialmente eterno una metáfora del infinito. También le interesaba que los cuentos contuvieran otros cuentos, como esferas chinas o muñecas rusas. En eso se parecían, según él, a Hamlet, o al Quijote, o a Las Meninas, todas obras que contienen otras obras, y que nos hacen pensar que nosotros mismos podríamos ser los involuntarios protagonistas de una obra ajena.
Para Vargas Llosa, «Las mil noches y una noche» fascina también porque demuestra el efecto civilizador que tiene la ficción cuando nos describe mundos distintos del que nos tocó. Sahrigar es un hombre bárbaro que vive en un ámbito que él cree es el único posible. Como dice Vargas Llosa, los cuentos de Sherezada le revelan la posibilidad de mundos alternativos. Lo exponen a la imaginación y, por ende, al pensamiento y a la reflexión, convirtiéndolo en un hombre civilizado y libre, para quien el mundo, otrora único y predeterminado, se vuelve múltiple. Gracias a la ficción, el rey Sahrigar descubre que tiene la libertad para escoger entre distintas formas de vivir, y que incluso puede amar a la mujer que estaba destinado a matar.
De «Las mil noches y una noche» emana también la idea de que contar cuentos aleja la muerte. He aquí una metáfora esencial de lo que es la vida humana. Porque pareciera que para poder vivir, necesitamos contar, y contarnos, muchos cuentos. Sin cuentos, sin proyectos, no hay razón de ser. Y el suspenso inherente a los cuentos que vivimos nos hace querer vivir más y más, porque como Sahrigar, anhelamos conocer sus desenlaces. Sahrigar mantiene viva a Sherezada porque lo embrujan las alternativas que sus cuentos le abren, pero también porque en ellos se ve a sí mismo. Para todo lector, la ficción no sólo descubre mundos alternativos. Es, también, un espejo.
Vargas Llosa nos recuerda en la introducción del texto de esta obra que «contar cuentos» tiene dos sentidos, el de crear ficciones literarias, y el de simplemente mentir. Él señala que hay a veces una línea muy delgada entre los dos. Tiene razón, pero hay veces en que la diferencia es muy clara. Es lo que pensé al disfrutar de esta obra en la recta final de la campaña electoral peruana, en que los candidatos competían para contarle cuentos al electorado. Lo pensé aun más este martes en Arequipa, durante los conmovedores homenajes que le hacía a Vargas Llosa su ciudad natal. Las hordas de jóvenes que clamaban Mario, Mario, Mario, tenían muy claro cuáles son los cuentos que valen, y por qué Vargas Llosa, gracias a sus ficciones, tiene una estatura a la que ningún político podría aspirar.