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Las malas ideas

Joaquín Trujillo S..

Las malas ideas

Poco se gana despotricando contra las ideologías y su “falta de conexión con la realidad”. Esa inspiración es correcta, pero necesita de la dosis filosófica que saca al otro clavo ideológico.

¿Qué tienen de malo las ideologías? ¿Acaso no miramos siempre el mundo a través de estos anteojos de sol que nos protegen de la realidad ultravioleta?

Se repite tanto el argumento ideologofóbico, que a veces uno se pregunta si se lucha contra un monstruo real o, bien, como diría Oscar Wilde, contra la versión mítica de ese monstruo. O sea, de repetir y repetir el estribillo contra las ideologías, ¿estará resultando alguna de las que ahora nos sofocan verdaderamente perturbada, ni decir perjudicada?

No hay para qué hacer turismo académico tan lejos. Ya nuestro Andrés Bello advertía contra una visión “filosófica” de los hechos históricos. Él argumentaba que es equivocado asir el pasado y proyectar el futuro considerando hechos que seleccionamos conforme a nuestras necesidades espirituales para que calcen en un molde ya confeccionado por ideas. Lo que corresponde -decía- será recolectar permanentemente los interminables hechos que hacen de la historia, vale decir, del conjunto de los hechos, un universo variopinto que no podemos resumir en una idea ni menos prolongarla convirtiéndola en profecía. La única forma de ir rompiendo los moldes.

En tal sentido, la gracia de la historia sería que desmiente, desmitifica nuestras ideas, no que las refuerza. Pues no hace de ellas una filosofía mediante la cual ir por la vida explicándolo todo, en una obstinada confirmación de prejuicios.

Lo que alegaba el fundador de nuestra benemérita universidad poco tenía de nuevo. El tan antiguo como gran chismógrafo Diógenes Laercio escribió que según algunos la filosofía era un invento de los “bárbaros”, y que los filósofos primero habrían sido “magos”. El historiador, en cambio, sería preciso agregar aquí, era el aguafiestas, aquel que revelaba los trucos, que nos devolvía al mundo de las incongruencias, planeta en el que nada encaja del todo, ese en que la realidad contradice permanentemente a la teoría, por no decir la filosofía, para desgracia de aquellas y mérito de la historia.

Así, cuando se explica que la historia es la madre de todas las ciencias, se debe entender que ella es la máquina escéptica por antonomasia, la caja transparente antimágica, la gran invención de los pueblos que, pese a tantos oprobios, llamamos civilizados. Del resto salen los magos con sus fórmulas inalteradas.

Sin embargo, la historia sin una gota de filosofía también es un problema.

Porque entre esos muchos hechos que buscamos aprehender habrá también ideas, unas de tales dimensiones que pueden devorar a su huésped. Y eso ya no es un gusano, es una boa. Nada se saca con negar la realidad antropófoga de las ideologías, en su acomodo de teoría o filosofía.

De ahí que las meras colecciones de anéctodas históricas sean parte del problema. Como no cumplen lo que su género promete, son como esos medicamentos que se toleran demasiado.

Por lo mismo, poco se gana despotricando contra las ideologías y su “falta de conexión con la realidad”. Esa inspiración es correcta, pero necesita de la dosis filosófica que saca al otro clavo ideológico. Y, por sobre todo, de la descorazonadora historia de las (malas) ideas.