El Mercurio, 13/2/2009
Opinión

Las manos invisibles de Darwin

David Gallagher.

Más que las casas puestas por un decorador profesional, me gustan las que han ido armando sus dueños, al juntar sus cosas a través del tiempo. El conjunto que van generando las piezas individuales adquiridas por una familia termina teniendo su propio e inconfundible diseño, su propio orden, aun cuando dar con él no haya sido la intención detrás de cada adquisición individual. Y ese orden es más profundo, tiene más alma, que cualquiera que pudo haber ideado un diseñador.

En general, los diseños humanos más ricos son aquellos que se van creando a través de las generaciones, sin autor identificable. Por ejemplo las miles de lenguas que se hablan en el mundo. Ningún lingüista, ninguna academia pudo haber inventado sus riquísimos vocabularios, sus alambicadas pero expresivas conjunciones, sus sutiles prefijos y sufijos. De hecho, aquellos idiomas como el francés y el castellano, que están sujetos a los dictámenes de una Academia, tienen que importar palabras de un idioma, como el inglés, que no lo está.

En el siglo dieciocho los liberales clásicos nos hicieron ver que la sociedad tampoco es, en todos sus matices, el producto de un diseño intencional realizado por una élite, sino más bien el de una vasta cantidad de acciones de todo tipo, en su mayoría anónimas, acometidas a través del tiempo. Charles Darwin, el colosal científico inglés cuyo bicentenario se celebró ayer, se crió leyendo a estos liberales. De estudiante en Cambridge, en 1829, escribe en una carta que sus «estudios consisten en Adam Smith y Locke». En Smith se topa con el descubrimiento de que las economías más ricas son las que emanan de las interacciones de hombres libres, y no las que pudiera planificar algún gobierno. Es en el contexto de esa herencia que Darwin desarrollará su teoría de la evolución por selección natural.

Las teorías de los liberales clásicos han sido resistidas, porque minan la autoridad de las élites, al demostrar que lo que vamos creando anónimamente, a través del tiempo, vale más de lo que ellas jamás hubieran podido idear. La de Darwin ha sido resistida porque parece minar la autoridad de un Dios Creador. ¿Qué lugar hay para Él si hemos surgido lentamente de macromoléculas, de virus, de bacterias? Si Él no fue el Creador directo de mis complejos ojos, ¿fue el Diseñador del algoritmo que finalmente desembocó en ellos? ¿O el Creador de ese Diseñador?

Las respuestas que se hagan a estas preguntas no tienen por qué amenazar la fe de nadie, porque en una misma persona pueden convivir el científico y el creyente, aun cuando lleguen a conclusiones contradictorias. En todo caso, los procesos evolutivos descubiertos por Darwin nos conducen, en su vasta complejidad, a una sana humildad. No nos hace mal pensar que descendemos de algún virus o de alguna bacteria. No nos hace mal pensar que somos un ínfimo punto casual en un engranaje de inimaginable vastedad.

La vida que evoluciona por selección natural va de lo simple a lo complejo, de lo ínfimo a lo sublime: de menos a más. La evolución es, por tanto, el supremo ejemplo de todo diseño que se da no por intención directa, sino como producto de una gigantesca cantidad de actos y eventos dispares, ciegos al desenlace. Muchos se resisten a la idea de que las creaciones más prodigiosas que existen sean de autor desconocido. Ellos tienen una concepción jerárquica y elitista de las cosas, y creen que sólo un genio puede gestar una obra genial. A mí, al contrario, me conmueve y tranquiliza pensar en las billones de manos invisibles que, a través de billones de años, dieron con la mano con que escribo.