El Mercurio, viernes 14 de octubre de 2005.
Opinión

Las máquinas mágicas

David Gallagher.

Las máquinas mágicas Por David Gallagher Hay pocas fantasías más antiguas que la del artefacto mágico que provee información inaccesible: información que sólo tienen los dioses o el enemigo; información sobre secretos y planes guardados en mentes insondables; información que nos daría riqueza, poder o felicidad. O el artefacto mágico que en segundos nos transporta a un lugar remoto al otro lado del planeta, a otro planeta, al futuro, o al pasado. Ambos artefactos satisfacen el anhelo faustiano de acceder a la omnisciencia y la ubicuidad.

Los dos tipos de artefacto están presentes en el “Quijote”, en aquella Segunda Parte de la novela en que muchos de los personajes ya saben quién es Don Quijote, antes de conocerlo en persona, porque han leído aquella Primera Parte que lo ha hecho famoso. Por eso, tienden a “seguirle el humor”, a tratarlo como si realmente fuera un caballero andante (si es que alguien cree que no lo es), incluso a crearle escenas y proferirle espectáculos que satisfagan y confirmen sus fantasías.

Uno de estos personajes es Don Antonio Moreno, el anfitrión de Don Quijote en Barcelona. Don Antonio tiene en su casa una cabeza que ha sido “fabricada por uno de los mayores encantadores y hechiceros que ha tenido el mundo”, una cabeza por la cual Don Antonio pagó mil escudos y que “tiene propiedad y virtud de responder a cuantas cosas al oído le preguntaren”. Un aparentemente crédulo Don Quijote aprovecha para averiguar de la cabeza si fueron verdaderas las visiones que tuvo en la cueva de Montecinos. ¿Que tuvo o que dice haber tenido? Como siempre, Don Quijote se expresa con cuidadosa sutileza. “Dime tú”, pregunta, “¿fue verdad, o fue sueño lo que yo cuento que me pasó?” Como buen oráculo, la cabeza contesta en forma enigmática. “De todo tiene”, sentencia. En materia de transporte, el complemento de esta cabeza es Clavileño, el prodigioso caballo de madera suministrado a Don Quijote por los Duques, también asiduos lectores de la Primera Parte. Don Quijote tiene que viajar cinco mil leguas al reino de Candaya para lidiar con el gigante Malambruno y desencantar a la Condesa Trifaldi. Por eso es traído en escena Clavileño, “portado por cuatro salvajes”. Es un caballo que vuela por el aire “con tanta ligereza, que parece que los mismos diablos le llevan”. Montados en él, Don Quijote y Sancho han de cubrir en pocos instantes la prohibitiva distancia.

Son muchos los trucos (fuelles para simular viento, fuego para simular cercanía al sol) que usan los Duques para hacerles creer a Don Quijote y Sancho que Clavileño los ha llevado muy lejos. Hacerles creer: lo que realmente creen es uno de los perennes misterios del libro. Pero lo cierto es que un eufórico Sancho contará que desde las alturas vio a la tierra del tamaño de “un grano de mostaza, y los hombres que andaban sobre ella, poco mayores que avellanas”. Más tarde Don Quijote hablará en privado con él. “Sancho”, le dirá al excitado escudero, “pues vos queréis que se os crea lo que habéis visto en el cielo, yo quiero que vos me creáis a mí lo que vi en la cueva de Montecinos”.

En esto de los artefactos mágicos, que dicen lo que queremos oír y nos llevan a donde queremos ir, ¿quién engaña y quién es engañado? Sin duda nos gustaría creer que existe un caballo que vuela o una cabeza que sabe y cuenta todo, o un robot chileno que descubre el tesoro enterrado en la isla del tesoro. Por eso, no podemos quejarnos si en estas materias nos engañan. Y, en una de ésas, la magia es de verdad: el poder del prestidigitador está justamente en que ni el escéptico más acendrado está enteramente seguro.