El Mercurio Legal
Opinión

Las profesiones en nuestra tradición constitucional

Pablo Fuenzalida C..

La constitucionalización de la jurisdicción ético profesional carece de una distribución de competencias respecto a la creación de normas de fondo aplicables a toda una profesión, así como en aspectos procesales y sancionatorios.

Desde octubre de 2019 nos encontramos en una vorágine constitucional. Presenciamos un uso agitado de mecanismos excepcionales —acusaciones constitucionales, interpelaciones y requerimientos de cesación en cargos parlamentarios— regulados en la Constitución de la discordia, pero aún vigente. A esto cabe sumar el proceso constituyente iniciado a mediados de noviembre, acentuando esa vorágine por la difusión extendida del mote de “hoja en blanco” acuñado respecto a una eventual nueva Constitución, fuente de incertezas y esperanzas dependiendo del prisma desde el cual se observe. Ante esta suerte de tabula rasa se ha contrapuesto un llamado a revisar con prudencia la historia constitucional del país a efectos de ponderar posibles llamados a operar en esta materia bajo un mantra constructivista idealizado.

Aunque motivada por estas exhortaciones, el objetivo de esta columna es más bien modesto: repasar sucintamente un aspecto que eventualmente será abordada dentro de este proceso, las profesiones como categoría jurídico constitucional. Para esto haré un breve análisis de la evolución constitucional chilena sobre esta materia.

Durante la vigencia de la Constitución de 1925 se crearon por ley la gran mayoría de los colegios profesionales que existen en el país, exigiendo a cada profesional registrarse en el colegio respectivo como requisito habilitante para ejercer dicha actividad. También se reconocieron potestades normativas y de adjudicación a los colegios profesionales para disciplinar las conductas contrarias a la ética profesional, cuya punición podía alcanzar la cancelación del título profesional. Sin embargo, la Constitución de 1925 no reconocía a los colegios profesionales como una persona jurídica específica ni en cuanto colectividades competentes para ejercer dicho control, entre otras funciones paraestatales realizadas por los colegios profesionales. Se trataba de un régimen de rango simplemente legal.

El Estatuto de Garantías Constitucionales de 1971, la reforma más intensa que sufrió la Constitución de 1925 antes del quiebre democrático de 1973, reconoció a ciertas organizaciones sociales como expresión del derecho a participar activamente en la vida social, cultural, cívica, política y económica de la nación. No resulta del todo claro si dicha terminología comprendía a los colegios profesionales, a la sazón, personas jurídicas de derecho público, considerando los ejemplos de organizaciones sociales mencionados por esa reforma constitucional: centros de madres, cooperativas, juntas de vecinos y sindicatos. Tampoco resulta clara su subsunción si atendemos a las funciones constitucionales que se les reconocían a esas organizaciones. El Estatuto de Garantías Constitucionales reconocía a las organizaciones sociales antedichas por su función mediadora de la participación del pueblo en la sociedad, mientras que los colegios profesionales ostentaban un carácter exclusivo para profesionales de una misma ocupación y excluyente respecto de quienes no se encontrasen calificados para ejercer esa actividad. A lo más representarían a sectores del pueblo socialmente clausurados.

En el proceso de elaboración de la Constitución de 1980, sus futuros capítulos elaborados por la Comisión de Estudios para una Nueva Constitución fueron publicados por medio de Decretos Leyes en calidad de reformas a la Constitución de 1925. Como es sabido, estos capítulos fueron denominados Actas Constitucionales. Es así como en 1976, por primera vez en la historia constitucional chilena la colegiatura obligatoria fue reconocida como un límite a las libertades de asociación y trabajo, facultando al legislador exigirla para poder ejercer profesiones universitarias (Acta Constitucional N° 3).

El año 1979 se reconocerían tres categorías de personas jurídicas en el texto del Acta Constitucional N° 3 de 1976 en conexión con la libertad de trabajo: sindicatos, gremios y colegios profesionales. Empero, la posibilidad de exigir por ley afiliación obligatoria solamente se permitió respecto a la última categoría de persona jurídica, proscribiéndola respecto a gremios y sindicatos. Esa reforma constitucional fue el antecedente directo del Decreto Ley 2.757, de 29 de junio de 1979, que establece normas sobre asociaciones gremiales.

La Constitución de 1980 se apartó del Acta Constitucional N° 3 prohibiendo el requisito de afiliación obligatoria para poder ejercer la libertad de trabajo, derogando la excepción que permitía imponer la colegiatura obligatoria respecto a profesionales. Se sustituyeron las categorías nominativas de personas jurídicas legalmente definidas (asociaciones gremiales, colegios profesionales y sindicatos) por categorías más abstractas (“organizaciones o entidades”), con lo cual la breve alusión a la colegiatura desapareció por completo (no así a los sindicatos, reconocidos en el artículo 19 N° 19, ni a los gremios, referidos en artículo 23, ambos de la actual Constitución). El Decreto Ley 3.621 de 1981 sobre colegios profesionales pondría en marcha esta nueva normativa constitucional derogando las diversas potestades y prerrogativas de los colegios profesionales, permitiéndoles continuar en calidad de asociaciones gremiales voluntarias y de derecho privado. Bajo este régimen se autorizó la creación por medio de la voluntad privada de instituir nuevos colegios profesionales regidos como asociaciones gremiales.

Desde una perspectiva individual de las profesiones, en cuanto forma de trabajo diferenciada de otras actividades laborales, la Constitución de 1980 fue la primera en circunscribir esa categoría diferenciada de trabajo a aquellas actividades cuyo grado o título es otorgado únicamente por universidades. Para estos efectos el texto constitucional autoriza a la ley establecer qué actividades calificarían y los requisitos que deberán cumplir para la obtención del título respectivo. La tradición constitucional previa a 1980 tampoco muestra una tendencia definida respecto a las universidades en cuanto proveedoras de educación universitaria o terciaria dirigida a la obtención de grados académicos. Si bien el Acta Constitucional N° 3 de 1976 hacía referencia a las profesiones que requerían de grado o título, solo con la Constitución de 1980 se agregó que no podía tratarse de cualquier título, sino que de aquellos otorgados o conferidos exclusivamente por universidades. Esta reserva constitucional de las actividades profesionales se veía morigerada por el hecho de que al mismo tiempo se permitió la fundación de nuevas universidades en cuanto ejercicio de la libertad de enseñanza, producto de lo cual comenzó a reemplazarse un sistema elitista de educación superior hacia uno de educación masiva.

El último hito relevante ocurrió recién en 2005. La reforma constitucional de ese mismo año reconoció como límite a la libertad de trabajo profesional el control sobre las conductas que se aparten de la ética profesional. Por primera vez se hace mención a los colegios profesionales (no a la colegiatura) y se les confiere jurisdicción ético-disciplinaria sobre sus miembros. Respecto de profesionales no afiliados, este control sería ejercido por tribunales especiales de ética por ley. En el intertanto, las conductas contrarias a la ética profesional son de competencia de la jurisdicción ordinaria en lo civil, por remisión constitucional a las reglas vigentes contenidas en el DL 3.621 de 1981.

Cabe ahora preguntarse respecto al devenir infraconstitucional respecto de estas categorías jurídicas tanto en su dimensión individual como colectiva. El reconocimiento individual del trabajo profesional como una categoría constitucionalmente diferenciada de otras formas de trabajo no ha sido óbice a la actividad legislativa. Esta última se ha traducido en la promulgación de nuevas leyes, calificando diversas ocupaciones en calidad de profesiones. Similar actividad puede percibirse sobre los sistemas de control de calidad y financiamiento de carreras universitarias.

Escenario contrario refleja la constitucionalización de la dimensión colectiva de las profesiones, incluyendo su función disciplinaria. Existen indefiniciones relevantes en el texto constitucional posterior a 2005, las cuales no han sido objeto de pronunciamientos legislativos posteriores a su entrada en vigencia. Por ejemplo, qué constituye un colegio profesional para el derecho chileno en la actualidad, los cuales continúan regidos por la legislación aplicable a las asociaciones gremiales de orden privado. La constitucionalización de la jurisdicción ético profesional —que a su vez constituye el reconocimiento de un régimen de responsabilidad diferenciado de otros más tradicionales (ej. civil o penal) que no han gozado de esa jerarquía normativa— carece de una distribución de competencias respecto a la creación de normas de fondo aplicables a toda una profesión, así como en aspectos procesales y sancionatorios. Tampoco se han distribuido potestades, tales como la relativa a crear normas jurídicas aplicables a toda una profesión o respecto de quienes se afilian voluntariamente a un colegio. Esta clase de cuestiones se encontraban legislativamente aclaradas en forma previa a 1980, sin haberse requerido una definición constitucional al respecto.

En síntesis, en nuestro país no existe una tradición constitucional robusta sobre las profesiones, sean individualmente consideradas (ej. en conexión con las libertades de asociación, enseñanza y trabajo) ni colectivamente (ej. reconocimiento de los colegios profesionales como una persona jurídica especial o respecto a la delegación de potestades normativas en estos cuerpos no estatales). Su correlato legislativo, en cambio, ofrece la siguiente paradoja: mientras el reconocimiento individual del trabajo profesional bajo el actual ordenamiento constitucional ha tenido consecuencias en la labor legislativa de los últimos 30 años, la elevación constitucional de sus dimensiones colectivas se aparece como un intervalo (faltan elementos de juicio para determinar si fue o no lúcido) en medio de un largo voto de silencio legislativo.