El Mercurio, lunes 5 de abril de 2004.
Opinión

Lavín y Almodóvar

Lucas Sierra I..

¿Es la opción religiosa del candidato relevante para el público? Depende de su ironía.

No me acuerdo cuál es la película de Almodóvar, pero sí de la escena. Ante la personalidad tortuosa y reprimida de uno de los personajes, otro personaje da a un tercero la siguiente explicación: «Es que el tío es del Opus».

Una caricatura, sin duda, de las muchas que hay en las películas de Almodóvar. Exagerada, como toda caricatura.

Algo parecido hubo en las expresiones del ministro de Interior y del intendente sobre la opción religiosa de Joaquín Lavín. Llamando la atención sobre el hecho de que éste es miembro formal del grupo católico Opus Dei, el ministro habló de una «ideología extrema», y el intendente, para no ser menos, de «visiones totalitarias y hegemónicas».

Lavín reaccionó con cautela. Como era obvio, rechazó semejantes calificaciones y – lo que sí es interesante- lamentó que se haya cuestionado su opción religiosa, pues, dijo, «es parte de mi vida privada».

¿Es esto realmente así? ¿No debería preocuparnos la posibilidad de que llegue a La Moneda un político del Opus? Depende de cuán irónico pueda éste ser.

En principio, como dice Lavín, las opciones religiosas deben ser tenidas como un asunto privado, en el que el Estado debe intervenir lo menos posible. Si interviene más de la cuenta, la propia cara de la religión se desfigura, y el Estado corre el riesgo de convertirse en una forma especialmente virulenta de tiranía. Las sociedades democráticas deben admitir opciones religiosas distintas, opciones no religiosas e, incluso, dentro de ciertos límites, opciones antirreligiosas. Si la religión fuera un asunto público, esta variedad sería imposible.

Imagino, sin embargo, que limitar la religión al mundo privado no debe ser tarea fácil para un político creyente, y tanto menos si pertenece a un grupo de convicciones demandantes, como parece ser el Opus Dei. Separar ambos mundos – el privado de la religión y el público de la política- demanda del político una significativa dosis de ironía.

Ironía para tomar distancia frente a las propias certezas privadas, a fin de no ver en ellas causas para la acción o la misión, sino sólo razones para esgrimir frente a razones opuestas, que pueden ser tanto o más válidas. En este sentido, la ironía es una virtud de la política democrática.

¿Cuán irónico es el presidenciable de la Alianza? Es difícil saberlo aún, pues la porfiada retórica sobre los «problemas de la gente» y la táctica electoral de eludir toda opinión sustantiva han oscurecido su punto de vista moral. Pero esto debería cambiar ahora que ha entrado más desembozadamente a la arena política y se acercan las elecciones.

Aunque exagerados y algo destemplados, los juicios del ministro del Interior y del intendente han sugerido plantear la pregunta por la ironía de que es capaz el candidato opositor. Y es necesario conocerla: no vaya a ser cosa que, llegado el caso, no tengamos más explicación que la del personaje de Almodóvar.