La facilidad con que partidos tradicionales desprestigiados van siendo reemplazados por partidos nuevos con ideas similares pero con caras frescas. Es una forma relativamente sana de ir renovando la política cuando está en crisis…
El domingo en Francia se evitó lo que habría sido la peor pesadilla para quienes creemos en una sociedad abierta: que pasaran Jean-Luc Mélenchon a segunda vuelta con Marine Le Pen, y que se tuviera que escoger, como me decían mis amigos franceses, «entre un comunista y una facha». Habría sido el fin de la Europa moderada de la posguerra, el comienzo de una aventura disruptiva y destructiva. Lo notable es que Mélenchon, con sus 19,6 por ciento, no estuvo lejos. Quedó demostrado que los balotajes -sobre todo cuando hay muchos candidatos en primera vuelta- son peligrosos. Pueden obligar a la mayoría a escoger entre dos extremistas minoritarios. Conviene tenerlo en cuenta, porque algún día nos podría pasar.
Claro que en este caso, habrían sido dos minoritarios potentes. Mélenchon y Le Pen juntaron nada menos que el 40,9 por ciento de los votos. Felizmente los candidatos moderados los sobrepasaron. Emmanuel Macron, un socialdemócrata liberal; François Fillon, de derecha republicana, y Benoît Hamon, del partido socialista, reunieron el 50 por ciento. Fillon y Hamon ya han ofrecido su apoyo a Macron, quien por tanto debería ganar el 7 de mayo. Con él resucitaría esa socialdemocracia moderna, liberal -la de Blair, Felipe González, Bill Clinton, Schroeder o Lagos-, que tanto bien le hizo al mundo y que últimamente estaba tan de baja.
Ese buen resultado se daría, sin embargo, en un contexto inédito: el de un notable desmoronamiento de la política tradicional. Por primera vez los grandes partidos históricos de Francia han quedado fuera de la segunda vuelta. Fillon, y su derecha republicana, por faltas a la probidad, y el partido socialista porque en la primaria, sus militantes eligieron a un Hamon demasiado a la izquierda para el votante tradicional del partido. En Francia, como en otras partes, el afán que tienen militantes socialistas de radicalizarse, lejos de ganarles votos, les hace perderlos. Algunos votantes huyen a una izquierda radical «de verdad», como la Francia Insumisa de Mélenchon, o Podemos en España, o el Frente Amplio en Chile. Otros se mudan a la centroderecha. Otros buscan una alternativa de centro, como la que ofreció Macron, y que en Chile podría ofrecer la DC si se independizara.
Otro hecho notable de las elecciones francesas: la facilidad con que partidos tradicionales desprestigiados van siendo reemplazados por partidos nuevos con ideas similares pero con caras frescas. Es una forma relativamente sana de ir renovando la política cuando está en crisis. Otro fenómeno, uno que vamos ver cada vez más en Chile, es que la política, lejos de limitarse al antiguo eje derecha-izquierda, se va jugando en dimensiones múltiples. Globalización versus nacionalismo. Sociedad abierta, en que el futuro se forja a través de infinitas interacciones libres, versus sociedad cerrada, en que al futuro lo tratan de predeterminar. Sociedad libre, en que cada persona o grupo desarrolla su propio proyecto de vida, versus sociedad autoritaria, en que hay que subordinarse a proyectos colectivos, sean la utopía bolivariana de Mélenchon o la nacionalista de Le Pen. Gobierno para todos, que media intereses particulares en función del bien común, versus gobierno corporativista, que favorece algunos intereses sobre otros. Cambios moderados dentro del sistema versus cambios rupturistas. Y en un plano más emotivo: optimismo, esperanza y confianza versus miedo, ira y rencor.
En estas dicotomías la extrema izquierda y la extrema derecha se parecen mucho: no es casual que Mélenchon es el único candidato importante que no salió en apoyo de Macron. En su furia anti-elitista y antisistémica, tiene mucho más en común con Le Pen.