El Mercurio, 3 de marzo de 2012
Opinión

Lo que hay en un nombre

Lucas Sierra I..

Hay algo irónico en el hecho de que la protesta regional de este verano ocurra en una región que lleva el nombre de Carlos Ibáñez del Campo. Los protestantes demandan más poder para su región e Ibáñez fue quien formalizó un Estado en que las regiones tienen poco poder frente al gobierno central.

Eso Ibáñez lo hizo a fines de la década de 1920 y principios de la del 30, aunque lo que en realidad hizo fue formalizar, burocratizar, una antigua y profunda fuerza política. Esa fuerza se expresó bien en la Constitución de 1833, que afianzó el poder del gobierno central en todo el territorio, sepultando los arrestos federalistas que se conocieron antes.

Luego dicha fuerza sufrió luego turbulencias hacia fines del siglo XIX, pero se volvió a asentar a partir de 1925. Entre 1927 y 1931, Carlos Ibáñez del Campo jugó un papel fundamental en esto, pues la cristalizó en un poderoso aparato administrativo central. Con algunas modificaciones, este aparato sigue vivo.

El juicio de la historia parece ser mixto sobre esa antigua fuerza centralista. Muchos la ven como la causa de haberse podido generar orden en una joven y potencialmente desordenada república. Ella, se dice, habría permitido, relativamente temprano, tener en Chile una república «en forma». Otros, en cambio, la ven simplemente como la causa de una situación abusiva, injusta. Ineficiente, incluso.

¿Cuál es la correcta relación de poder entre las regiones y el gobierno central? No lo sé, tal vez sea la pregunta más difícil desde un punto de vista institucional. Porque no es fácil equilibrar las posibilidades de control y orden que da un esquema centralizado, con las posibilidades de flexibilidad y autonomía que da un esquema más descentralizado.

Más que las protestas de Magallanes el verano pasado y ésta de Aysén, lo que parece más decidor sobre el problema actual de nuestro centralismo ha ocurrido en la capital: el Transantiago. Un problema de transporte público de una ciudad, aunque sea la capital, no debería amenazar la estabilidad del gobierno nacional, como pasó, y, esporádicamente, sigue pasando.

¿Solucionará el problema actual del centralismo la elección directa de las autoridades regionales, para que convivan con los intendentes y representantes del gobierno central? Probablemente no, y es posible que lo agrave. Porque insertará un poder electo en la región en un ambiente administrativo que desde Ibáñez está concentrado en el gobierno central, arriesgando el peligro de que la autoridad regional electa sea, en la práctica, un tigre de papel. Esto sólo aumentará la frustración local.

Tal vez sea mejor pensar en reformas más puntuales, que busquen reacomodos parciales en la relación regiones y gobierno central. Hay que partir por evitar hacer lo que se hizo a fines del gobierno anterior, centralizando órganos que operaban con una lógica más descentralizada. Es el caso del nuevo mecanismo de evaluación ambiental, en el que los representantes de la región fueron reemplazados por funcionarios del gobierno central. Probablemente los representantes que había debían ser reemplazados, pero se debería haber hecho preservando la lógica descentralizadora.

Y, para seguir con el medio ambiente, se podría pensar en un buen mecanismo de compensación entre regiones, por los proyectos que se instalan en una localidad que sufre buena parte de los costos, mientras los beneficios se distribuyen por otras partes. Las «medidas de mitigación» que hoy existen no parecen suficientes.

También se puede avanzar en la regulación urbana, muy centralizada por Ibáñez en 1931. Y esto pasa por entregar más poder a los vecinos en relación con sus propiedades. Hoy el valor de una propiedad urbana puede ser alterado por decisiones centrales y locales, sin que el propietario afectado tenga mucho que hacer. Son juegos de todo o nada, que incentivan conductas que la teoría llama de «búsqueda de renta». Lo que se debería tener es también un mecanismo de compensación, que reequilibre la relación entre los vecinos tras un cambio de, por ejemplo, uso del suelo o de densidad. Para repensar la relación entre las regiones y el gobierno central, hay que empezar por Ibáñez.