Incluso en este ambiente de desacuerdo, hay espacios donde se vislumbran pequeños consensos, indicios de principios compartidos que subyacen a nuestras identidades particulares.
Llega septiembre. En sus primeros días se entremezclan el inconfundible ánimo dieciochero y los primeros indicios de la primavera, junto con la necesaria reflexión que trae consigo la conmemoración del golpe de Estado. Revisitar El jardín de al lado de José Donoso —a propósito de los 100 años del natalicio de su autor— resulta pertinente. La novela captura ese sentimiento compartido que surge cada septiembre, reflejando la tensión entre identidad e historia. El intento constante de desentrañar lo que significa ser chileno y de identificar qué es lo que realmente nos une.
Buscar respuestas en torno a la identidad puede conducir a una discusión interminable. Vivimos en una sociedad plural, donde diversas visiones del mundo coexisten, a veces en conflicto, como lo señalan las encuestas del CEP: entre chilenos e inmigrantes, mapuche y no mapuche, ricos y pobres. Estos conflictos, inevitablemente, se reflejan en la creciente polarización política, dividiendo a la sociedad entre oficialismo y oposición.
Sin embargo, incluso en este ambiente de desacuerdo, hay espacios donde se vislumbran pequeños consensos, indicios de principios compartidos que subyacen a nuestras identidades particulares. Rawls hablaba de la “cultura pública” como ese cúmulo de ideas y principios implícitos que permiten a las sociedades mantenerse cohesionadas, incluso en medio de la diversidad. Este “consenso superpuesto” ofrece un terreno común, una base de valores que, a pesar de nuestras diferencias, nos permite convivir en armonía dentro de una democracia liberal. Son estos principios fundamentales, muchas veces desapercibidos, los que sostienen nuestra vida política y social.
La Encuesta CEP nos revela cuestiones en las que las diferencias identitarias —ya sean de género, edad, nivel educacional, región o posición política— pierden relevancia. Existe un consenso generalizado en torno a la importancia del trabajo duro para progresar en la vida y en el reconocimiento del mérito. También hay visiones compartidas sobre el derecho al aborto y la eutanasia en casos especiales, así como un rechazo transversal a la justificación de la violencia en prácticas como saqueos, incendios o barricadas. En cuanto a la democracia, el consenso es igualmente claro: la mayoría valora tener un presidente elegido democráticamente y un liderazgo firme. Al mismo tiempo, persiste el descontento con instituciones clave como los partidos políticos y el Congreso, marcados por la desconfianza ciudadana y la percepción de corrupción, una tendencia sostenida en la última década.
Estos consensos, a menudo ignorados o subestimados, son precisamente los que nos unen a pesar de nuestras diferencias. Más que buscar una identidad común, el verdadero reto es construir una sociedad en la que, incluso en medio de la diversidad, podamos encontrar y reconocer ciertos puntos de encuentro.
Tal vez, al final, lo que realmente nos une no es la ausencia de desacuerdos, sino nuestra capacidad para aceptarlos y convivir con ellos en base a la tolerancia mutua. En septiembre, cuando el espíritu dieciochero parece ser lo que nos une, son en realidad esos principios compartidos, más profundos y perdurables, los que año tras año nos permiten reconocernos como parte de una misma sociedad.