El Mercurio, 21 de marzo de 2014
Opinión

Los cien años de Octavio Paz

David Gallagher.

En pocos días se celebra el centenario de Octavio Paz, el gran escritor mexicano que recibió un merecido Nobel en 1990.

Creo que es recordado hoy más como ensayista que como poeta, tal vez porque leemos menos poesía que antes. Yo prefiero su poesía. No es que no admire los ensayos. Con prosa deslumbrante, y vasta cultura, hace en ellos conexiones inauditas entre poesía, mito, religión, historia y sociedad. Pero incurre a veces en generalizaciones exageradas. Es que en sus ensayos, Paz se da licencia para pensar como poeta, y por eso prefiero la poesía, que es a su vez una poesía de pensador. Con Vallejo y Neruda, Paz es uno de los tres grandes de la poesía hispanoamericana del siglo XX.

Al decir que su poesía es de pensador, no exagero. Es muy abstracta. Pero las abstracciones, enmarcadas en versos de gran musicalidad, son maravillosamente sensuales. En eso, Paz es heredero de los poetas místicos españoles. No es que busque encontrarse con Dios, pero sí salir de sí mismo para convertirse en otro, partiendo, como ellos, de la premisa de que en cada uno de nosotros, hay una dualidad: un ser inferior y uno superior. En el caso de Paz, un cuerpo atado a costumbres e historias represoras, y un espíritu que aspira a acceder a la plenitud de un más allá, o a dar un salto a lo que André Breton llamaba «la otra orilla». Ese espíritu en Paz también es cuerpo: desnudo, liberado de sus ataduras, un cuerpo que se trasciende a sí mismo.

Muchas de las poesías de Paz están concebidas como viajes de búsqueda. «Pasos de un peregrino son errante», escribe -citando a Góngora- para caracterizar las palabras que se van sucediendo en su poesía. Un poema es un viaje de destino desconocido, que va haciendo camino al andar. Un viaje por un paisaje pedregoso, de alturas vertiginosas, metafísicas, en que el poeta busca transformar su entorno con sus palabras. Por ejemplo, dándole vida a la piedra. Como en «Piedra de sol», donde la piedra «lleva un sol en el vientre». O en «Salamandra», donde un muro de piedra respira «como un pecho», y tras ser la barrera que nos encerraba, nos abre al horizonte. O en «Vrindaban», donde «en una piedra hendida», el poeta «palpó la forma femenina», y se entregó a una vertiginosa cópula. «Abajo/El desfiladero caliente/La ola que se dilata y rompe/Tus piernas abiertas».

La cópula en Paz nos une a la primera pareja y a toda otra pareja, sacándonos de nosotros mismos; y al volvernos a la desnudez original, nos libera de nuestras ataduras, permitiendo que nos procreemos de nuevo. Son momentos de éxtasis o de «festín» estas cópulas, en que la cría no es solo un nuevo yo: es también el poema. Para disfrutarlas, no siempre es necesario encontrar un entorno vertiginoso: pueden darse en cualquier parte. «En un cuarto cualquiera/festín de dos cuerpos a solas/… Esculpimos un Dios instantáneo/Tallamos el vértigo». Claro que estos instantes son efímeros. Van y vienen como olas. Como en «Blanco», donde tras lograr el poeta su «blanco», que es penetrar la hendidura, otrora de piedra, de la mujer, y de allí crear su poema, enfrenta, después, el aciago silencio post-coital, y la página de nuevo en blanco.

Muy grato releer estos poemas: son los regalos que brindan los centenarios. Además me he acordado de Paz como persona. Lo recuerdo hacia 1968, en una fiesta de Año Nuevo, en Londres. Paz defendía con pasión a los hippies, por privilegiar el presente sobre la tiranía del futuro. Pero el día siguiente yo almorzaba con él en el tradicional Browns Hotel, donde lo encontré de traje formal, escondido detrás de un Wall Street Journal. Paz era la antítesis del poeta maldito. Era un poeta clásico que sabía cómo volver de sus viajes a los despeñaderos metafísicos.