El Mercurio, viernes 31 de agosto de 2007.
Opinión

Los espacios del arte

David Gallagher.

Hemos pintado la casa, por lo que todos los cuadros han estado en el suelo. Colgarlos de nuevo implica repensarlos. ¿Qué mejor forma de probar si a uno le gusta un cuadro? Hay cuadros que se compran en un arrebato de entusiasmo del que hoy apenas nos acordamos. En otros casos, el gusto de uno cambió.

¿Por qué juntamos cuadros? Al preguntármelo, pienso en esa gente que protesta contra mucho arte contemporáneo, con la frase «eso no lo pondría en mi living». Como si su living fuera el MOMA, o como si una obra de arte fuera una mera decoración. Como dijo Matisse, «el arte no es un sillón para empresarios cansados».

El arte que más nos estimula suele ser el que espanta al empresario cansado que tenemos dentro. Por eso, no se nos ocurre querer tener todo el arte que nos gusta. Pero a veces nos tentamos. Tal vez sea por eso que me canso de algunos cuadros, y postergo la decisión de colgarlos, debatiéndome entre la culpa de darlos de baja y la angustia de seguir viéndolos. Y, para justificar mis dudas, me hago otra pregunta. Si es absurdo que una obra de arte tenga que ser apta para un living, ¿no es igual de absurdo que un living tenga que contar con obras de arte? Si son tantas las obras que nos perturban y remecen, ¿no es el living el peor lugar para ellas? Será un buen lugar para obras más decorativas e inofensivas, pero para eso está la lapidaria advertencia de Gertrude Stein, de que los cuadros son papel mural muy caro.

En junio estuve en la Biennale de Venecia. La muestra exhibe obras con un despliegue que tal vez nunca más se dé. Pienso en «Siete intelectuales en un bosque de bambú», un video de Yang Fudong sobre chinos urbanos extraviados en el campo. Sus cinco capítulos están exhibidos en cinco cabinas que se repiten cada veintitantos metros a lo largo de las Corderie. Uno entra a la primera sin saber que más allá hay cuatro más, de manera que cuando después se topa con la segunda, cree que volvió a la primera sin querer. Uno se cree perdido en un laberinto.

Algunos de los toques más poéticos e irrepetibles de la Biennale provienen de instancias en que el artista ha intervenido algún monumento de la ciudad. Sobre tres altares de San Gallo, una capilla del siglo XV, Bill Viola proyecta tres versiones de un mismo video. Personas de diversas edades y razas, que se supone están muertas, pasan por una cortina de agua para, por un rato, visitar la vida. Viola es un optimista: sus muertos resucitan incólumes cuando quieren, y sus deudos así no los pierden. En esta Biennale, la muerte es, en general, más inapelable, muchas veces producto de guerras como la de Irak. Un símbolo de la Biennale en ese aspecto es el video de Paolo Canevari, en que un joven practica el fútbol frente a un edificio destruido, usando de pelota a una calavera.

La intervención más poética de la ciudad es la de Joseph Kosuth. En los muros del Monasterio Armenio en la isla de San Lázaro, ha instalado un texto escrito en letras de neón amarillo, que en armenio, italiano e inglés habla del agua y del tiempo. La obra de Kosuth no sólo despliega su propia belleza, sino que nos lleva a conocer un precioso monasterio, en una isla de difícil acceso, que es una obra de arte en sí mismo, además de ser un símbolo de sobrevivencia cultural, tratándose de la sufrida cultura armenia.

Hubo momentos en Venecia en que sentí revindicada la noción del arte como el espacio trascendente que nos levanta de lo familiar y nos colma el espíritu. Ninguna de las instancias en que lo sentí era traspasable a un living. El arte contemporáneo necesita espacios enormes, o aire libre, me digo. ¿Qué hago, entonces, colgando cuadros?