Una universidad me pidió dar unas clases sobre «Los demonios», de Dostoyevski. Empezaron esta semana y no he podido hacer mucho más. Por eso, esta no será otra columna sobre el inconcluso Cónclave. Escribiré sobre esa novela. Publicada en 1872, le habla, afortunadamente, a nuestra época tanto como a aquella.
Dostoyevski estaba viviendo con su familia en Italia cuando en 1869 le llegó la noticia de un extraño asesinato en San Petersburgo. Un grupo de nihilistas, llamado «La Venganza del Pueblo», y liderado por Sergei Nechaev, de solo 22 años, había asesinado a Ivan Ivanov, uno de sus propios militantes, por el solo hecho de que quería retirarse del grupo. En su célula clandestina de cinco, le dijeron que para irse tenía que cumplir una última orden: ir a una gruta en el parque de la Academia Petrov, para ayudar a enterrar una imprenta clandestina. Al llegar, los otros cuatro lo atacan, y tras estrangularlo, le pegan un tiro en la cabeza. Echan el cuerpo en un estanque, pero las rocas que le meten en los bolsillos no bastan para que permanezca hundido. Días después, el cadáver será descubierto, flotando en la superficie.
Dostoyevski siguió con pasión el juicio a los asesinos, que pronto fueron detenidos, con excepción de Nechaev, quien hábilmente huyó a Suiza. De ese caso, Dostoyevski empezó a construir «Los demonios». Él cree, al comienzo, que va a ser una novela panfletaria para desenmascarar a los nihilistas, esos jóvenes violentos que en vez de promover reformas graduales como lo aconseja la generación de «altos liberales» que los antecede, quieren destruirlo todo, aplicarle al orden establecido una implacable retroexcavadora, para llevar a Rusia a fojas cero, y de allí construir el socialismo.
Felizmente Dostoyevski es un gran novelista, un coloso del género, y sus afanes panfletarios van cediendo a la complejidad. Es cierto que en el corazón de la novela está el caso Nechaev, y el Nechaev de la novela, Piotr Verhovenski, es incluso más detestable. Dostoyevski le agrega otro móvil al crimen, la idea de que al matar a uno de los suyos, quedará afiatada la célula, por quedarse sus miembros sometidos a un férreo pacto de silencio. Por otro lado Verhovenski y sus compinches van sembrando el caos en el pueblo, con asaltos, actos blasfemos (rompen la caja de vidrio que protege al ícono más sagrado del pueblo y le meten un ratón), con pifias y groserías que arruinan celebraciones esperadas con ilusión, y con incendios.
Pero en esta compleja novela, Piotr y su círculo son solo parte de un todo en que hay toda una turba de personajes, cada uno con ideas propias que se enfrentan en estruendosos diálogos. Debaten los grandes temas de la humanidad: el sentido de la vida, la existencia o no de Dios, la conveniencia o no del suicidio, las diferencias entre el cristianismo ruso y el occidental, la diferencia (si es que la hay, dirían algunos de ellos) entre el bien y el mal. Y entre todos ellos, se destaca un tal Nicolás Stavrogin, un aristócrata carismático pero frío como pescado, que en su infinita complejidad, alberga en sí mismo, cada vez que le da la gana, cualquiera de las ideas de los demás.
Dostoyevski tenía sus ideas propias. Las expresaba en su apasionado periodismo. Pero cuando se sentaba a novelar, se volvía multidimensional como Stavrogin. Sus novelas son polifónicas. En eso son como las obras de Shakespeare, donde todo se debate sin que se pueda deducir el pensamiento del autor. Y tal vez ninguna novela sea más polifónica que esta que iba a ser panfletaria. Los demonios se metieron en el corazón de Dostoyevski el denunciante, obligándolo a ser novelista; a ver todos los ángulos, todos los matices, donde había querido ver solo blanco y negro.