El Mercurio, 23/8/2009
Opinión

Los indígenas y la caricatura

Lucas Sierra I..

Gary Larson, un famoso dibujante de caricaturas, tiene una muy aguda: tres indígenas, vestidos con sus atuendos tradicionales, están en una choza. Uno mira por la ventana, ve unas personas que se acercan caminando y grita a sus dos compañeros: «¡Antropólogos! ¡Antropólogos!». Los compañeros, entonces, corren despavoridos a esconder un teléfono, una lámpara eléctrica, una televisión y un video.

Los indígenas de la caricatura saben perfectamente de las comodidades de la vida moderna. Parecen conservar, también, rasgos de su tradición, por su ropa y el lugar en que viven. Además, y esto es lo mejor, saben lo que los antropólogos quieren ver en ellos: pura tradición, formas de vida intocadas por los tentáculos de la modernidad, la encarnación de una nostalgia difusa, en fin, eso que Vargas Llosa llama «utopía arcaica».

La caricatura de Larson es pertinente hoy en Chile. Desde hace tiempo está pendiente la tarea de diseñar una política indígena correcta. Los resultados de la que existe así lo exigen. Los últimos acontecimientos en la Araucanía sugieren que es urgente.

¿Por qué la política vigente no es correcta? Por varias razones. Entre éstas, porque en ella impera el punto de vista de los antropólogos de la caricatura. El foco de la política está en la compra de tierras, que son entregadas a fin de recrear en ellas la tradición. Las tierras se entregan a comunidades, sujetas a un sinnúmero de restricciones que las sacan del mercado, con poca o ninguna capacitación ni capital para tener alguna oportunidad en la economía agrícola de hoy. Parece bastar con la idea de recrear la comunidad perdida, nada más. «Utopía arcaica».

Tan utópica es esta política, que no ve, no quiere ver, el hecho de que sólo un tercio de los mapuches vive en el campo. El resto vive en ciudades y, por este hecho, quedan fuera del grueso del gasto fiscal indígena. Tampoco ve el hecho de que para los propios mapuches, la tierra no parece ser el único, ni el más importante, factor de identidad. Una encuesta del CEP les preguntó por las dos principales características que definen a una persona como mapuche. Contestaron: la lengua (57 por ciento), apellidos (49 por ciento), apariencia física (30 por ciento), vestimenta (19 por ciento), y sólo un 11 por ciento mencionó las tierras.

Pero esto no significa que las tierras no sean importantes. Un 91 por ciento contestó que el país debe «reparar» a los mapuches y, entre éstos, un 61 por ciento dijo que debe hacerlo con tierras (la segunda mención, 26 por ciento, la tuvo educación).

El problema, claro, no es fácil. Parece haber razones para reparar a los indígenas y el Estado lo está haciendo. ¿Por qué ha fallado, entonces? No sólo porque, a riesgo de anacronismo, las tierras se entregan para recrear una comunidad que se perdió en la noche de los tiempos, sino también porque esto se hace mediante un mecanismo de reparación que es perverso.

Se trata de un fondo que se renueva todos los años y que es adjudicado discrecionalmente por una oficina del Gobierno. Es fácil imaginar los problemas que se derivan de esta discrecionalidad, el peligro de «captura», y la colusión especulativa que incentiva entre los propietarios a los que puede comprar el Gobierno. A esto se suma el mal precedente de haberse comprado tierras a comunidades que las reclamaron por la fuerza. Imposible peor esquema de incentivos.

En lugar de un mecanismo de reparación permanente en el tiempo y sujeto a discrecionalidad política, se debería tener uno que sea de una vez y para siempre. Abierto a todos los indígenas, además, no sólo a los del campo. Una posibilidad es constituir una especie de tribunal que, durante un tiempo y con una lógica de tercero imparcial, califique los casos dignos de reparación. Algo parecido ocurre en Nueva Zelandia, donde el «Tribunal de Waitangi» se pronuncia y aconseja sobre casos que conciernen a los maoríes. Aunque en Chile nosotros tenemos una diferencia importante con Nueva Zelandia: los maoríes celebraron un tratado con los conquistadores británicos, el «Tratado de Waitangi», que se mantiene vigente porque las partes están vigentes. En Chile la república implicó una interrupción.

He oído a algunos amigos proponer otras alternativas con esta lógica de una vez y para siempre. Por ejemplo, repartir entre todos los indígenas, con ciertos resguardos y exigencias, un porcentaje de Codelco. Una alternativa así tiene la ventaja de reparar con recursos que respetan la autonomía de quien los recibe, sin condenar a formas económicas que, como las comunidades, son de otro tiempo.

La cuestión está abierta. Lo importante es contrarrestar el punto de vista de los antropólogos dibujados por Gary Larson. De otra manera, seguiremos con una política indígena de caricatura.