El Mercurio, lunes 7 de febrero de 2005.
Opinión

Los jueces y la política

Lucas Sierra I..

La judicatura ha estado siempre expuesta a la política, pero hoy lo está de una forma especialmente insidiosa.

Desde el punto de vista de su autonomía, los últimos 30 años no han sido buenos para los jueces en Chile. Esto no quiere decir que antes de 1973 hubo plena autonomía judicial. Por el contrario, esta autonomía ha estado amenazada por la política desde la independencia.

Quienes moldearon la república, inflamados por los ideales de la democracia y su regla de mayoría, vieron en los jueces una proyección de la monarquía. Los jueces no son electos y no responden a la mayoría. Tal como lo hacían en monarquía, sólo deben materializar el derecho, ciegos a la mayoría. Los jueces fueron vistos como un mal necesario que había que reducir sujetándolos a la regla de mayoría. De ahí el respeto al sentido literal de la ley, el poder limitado para declarar inconstitucional una ley, y la participación del gobierno en el reclutamiento, ascenso y finanzas de los jueces. No es raro que en 1837 Andrés Bello haya escrito: «los jueces son delegados del poder ejecutivo.

Los jueces, por tanto, han estado siempre expuestos a la política, aunque con una intensidad variable. La dictadura de Ibáñez, por ejemplo, fue un caso de intervención brutal. Algo parecido ocurrió tras 1973. Son elocuentes las palabras ante la Corte Suprema de Hugo Rosende, el astuto operador judicial de Pinochet: «Si yo fuera sensible tendría que hablar con lágrimas en los ojos, porque esta Corte ha podido estar rodeada, sitiada militarmente.» Desde 1990, la judicatura ha seguido expuesta. De un modo menos brutal, pero no menos grave.

Sobre los jueces se ha descargado una responsabilidad que no les pertenece, pues, antes que nada, es política: qué hacer con las violaciones a los derechos humanos. Un primer hito fue la carta a la judicatura del Presidente Aylwin con su opinión sobre cómo proceder en los casos que podían estar bajo la amnistía de 1978. Fue el signo de un sistema político incapaz, por falta de voluntad o incompetencia, de hacerse cargo de una amnistía defectuosa, pues más que perdón es un autoperdón, y porque con ella se trató de hacer olvidar crímenes inolvidables, como el desaparecimiento de personas.

La judicatura comenzó así a crisparse desde dentro, debiendo recurrir a una ficción que, como el secuestro permanente, le ayuda a avanzar en el laberinto en que fue puesta, pero la aleja del sentido común y sienta un negativo precedente sobre el principio de inocencia de los imputados.

El hito más reciente es el acuerdo de la Corte Suprema que fija un plazo a estas causas. No es razonable que una causa judicial se eternice, pero la forma en que se llegó a esto parece impresentable por, al menos, dos razones. Primero, porque se desconoce la cara interna de la autonomía judicial: los jueces también deben ser autónomos entre ellos. Segundo, porque un órgano sin representación democrática ha tomado una decisión que, en el fondo, es política y corresponde a los colegisladores.