El Mercurio, 24 de enero de 2014
Opinión

Los misterios del Registro

David Gallagher.

Tengo que renovar mi cédula de identidad y mi pasaporte, por lo que estoy en el Registro Civil de Vitacura, desde donde escribo estas líneas. Son las siete, y el Registro abre a las ocho y media. Es la tercera vez que vengo en la semana. La primera llegué a las ocho y la segunda a las siete y media: demasiado tarde, ambas veces, para conseguir uno de los escasos «números» que reparten.

Todavía no sé si voy a conseguir uno hoy, porque la cola es muy larga. Es difícil calcular cuántos llegaron antes, porque la cabeza de la cola está lejos -ni siquiera se ve- y no me atrevo a arriesgar el puesto que he conseguido, sobre todo que está al lado de una escalera, en la que me puedo sentar. Casi todos los demás se han echado al suelo. Algunos -no muchos- han traído un libro. Otros juegan con su teléfono. Más de uno duerme.

Por la escalera viene bajando más gente. Ponen una cara de espanto cuando les mostramos la cola. Algunos se hacen los lesos, y con aire distraído tratan de avanzar hacia la cabeza. Guardamos el puesto para un compañero combativo que sale a increparlos. Increíble, dice alguien, que no haya un guardia asignado a ese fin.

De repente hay feroces empujones: es que ya son las ocho y media y se ha entreabierto una puerta. La cola avanza. Se suman algunos colados y en un país donde la mayoría de la gente es dócil todavía, logran entrar. Yo también lo logro, y con alivio veo, aunque lejos, a la señorita que reparte los valiosos números. Tras recibirlos, los elegidos regresan pensativos, como si hubieran recién comulgado.

A mí me toca el 81. Significa una espera larga, pero estoy contento. Puedo aprovechar, pienso, para hacer algunas cosas. Voy al baño. No es muy agradable. El único papel confort que hay son unas tiras mojadas esparcidas por el suelo, y en uno de los dos cubículos, la puerta no se cierra. Voy al Café Restaurant Express Bicentenario que había visto de reojo al llegar. Pero un prohibitivo candado sugiere que hace tiempo que está cerrado. Me dicen que no muy lejos hay café de máquina, y buscándolo paso por una oficina de Correos de Chile. Recuerdo una decisión que tomé de cancelar mis suscripciones a revistas internacionales, porque no llegaban. Todavía tengo que explicarles a mis amigos extranjeros que no me pueden mandar documentos por correo. Cuesta convencerlos, porque suponen que, en un país en el umbral del desarrollo, tiene que haber un servicio de correos confiable. Consigo mi café y pienso en el que era en 2005, o 2009, cuando último renové los documentos. ¿Cuánto he cambiado? ¿Qué fue de esos años que pasaron volando? Lo que no me acuerdo es cómo se dieron los trámites esas veces, lo que sugiere que fueron fáciles. ¿Por qué son tan arduos ahora? ¿Había otra forma de gobernar? ¿O será que los gobiernos no se creyeron sus propias promesas de crecimiento, y no anticiparon la cantidad de infraestructura que se iba a necesitar? Baste pensar en la poca inversión que ha habido -desde Lagos- en carreteras, con la consecuencia de que nos vamos acercando al colapso vial. El caos que resulta de no anticipar los desajustes de un crecimiento acelerado, ¿no será una de las razones del mal humor que hay en Chile? Ahora ya son las 12:15. Los últimos tres o cuatro minutos dejé de escribir, porque tras cinco horas acá, mi número salió. Me recibió uno de los cuatro funcionarios asignados a renovar cédulas y pasaportes. Me atendió con amabilidad y eficacia, y el trámite duró casi nada, lo que me hace pensar que el problema acá es de gestión. ¿Cómo ponen a solo cuatro personas para atender a este inmenso público? Me lo pregunto mientras me retiro del Registro, observando con desgano la foto que me han sacado, con su evidencia contundente de cambios irreversibles.