El Mercurio, lunes 31 de mayo de 2004.
Opinión

¿Me deja abstenerme?

Lucas Sierra I..

El fantasma del paternalismo parece resucitar.

El anuncio del Presidente Lagos sobre inscripción automática y voto voluntario ha agitado las aguas de la política. No por ser novedoso en sí, pues propuestas similares ya se habían hecho antes, sino por venir del Gobierno. Hasta ahora, se trató de mociones parlamentarias, que no recibieron respaldo gubernamental. En la práctica, cualquier reforma necesita este respaldo, y con mayor razón ésta, por su alto quórum: la inscripción automática exige la mayoría de 4/7 de las leyes orgánicas, y el voto voluntario la de 3/5 de ciertas reformas constitucionales.

Ahora que el Gobierno ha comprometido su apoyo cambia la cosa. Hay que considerar, además, que Joaquín Lavín se mostró partidario, y que la propuesta cuenta con adherentes (como el presidente del Senado) en todo el espectro político. En consecuencia, si el Presidente y Lavín logran ordenar las filas, podría materializarse ya. La reforma enfrenta, sin embargo, dos desafíos: su oportunidad y su intensidad.

La oportunidad tiene que ver con el hecho de que se propone cambiar las reglas justo cuando se va a iniciar un nuevo tiempo de juego. ¿Por qué ahora? Esto alienta suspicacias, ya que es fácil suponer intenciones puramente estratégicas. Se podrían evitar, postergando la vigencia de la reforma para después de las elecciones. Pero esto tendría un alto precio, pues implica renunciar a la saludable cuota de incertidumbre que traería la ampliación de la masa electoral, incertidumbre que podría hacer de las elecciones del próximo año algo muy interesante.

La intensidad se refiere al número de pasos. Son pocos los que no quieren dar ninguno, argumentando que la inscripción automática abre la posibilidad de fraude. Ésta es una razón obsoleta, ignorante del avance tecnológico en materia de registros públicos y de las capacidades del Servicio Electoral, órgano al que se acaba de confiar la sofisticada administración del financiamiento de las campañas.

Más son los que quieren un solo paso: inscripción automática, pero no voto voluntario. Aquí se oyen diversas razones, basadas en el supuesto de que la abstención será dramática y se debilitará la democracia. No hay pruebas, sin embargo, que permitan suponer semejante catástrofe. Muchas democracias vigorosas funcionan con una abstención más alta que la nuestra, y en Chile, de hecho, ella ha venido creciendo por la vía de los no inscritos. ¿Es más débil la democracia hoy que en 1993, cuando éramos proporcionalmente más los inscritos que votábamos? No me parece. Además, la abstención nada tuvo que ver con el debilitamiento terminal de la democracia en 1973. Al contrario, éste se produjo en un escenario en que ella era impensable.

Tal vez no hay mejor signo de salud democrática que la decisión de un ciudadano de abstenerse, confiado en que cualquier resultado no alterará su vida radicalmente. El argumento de que aún no estamos «preparados» para esto me parece de un paternalismo oscuro e irritante, igual al que, cuando se urdía la Constitución de 1980, se opuso al voto universal y pedía una democracia «protegida» de sí misma.