La Medea viaja por sí sola, va desde un pueblo chileno a una playa mexicana. No necesita invitación. Atiborra los balnearios con su comercio informal, sus comidas y refrescos al paso. Su antigua barbarie, que tanto le fue reprochada, hoy conforma una inmensa economía informal y la desborda.
Por lo general, se habla de las vacaciones desde el punto de vista de los invasores, quienes salen de viaje y llegan a algún lugar, sea la codillera, el mar, el valle central, los lagos o ríos del sur, los desiertos luminosos del norte. Poco se habla de los invadidos, quienes ven la relativa paz (sí, relativa, pues nunca lo es del todo, menos ahora) interrumpida.
Los veraneantes se mueven en grandes grupos que transforman esos lugares. Sus lugareños muchas veces se quejan, pero también gustan comprobar que ellos mismos, pese a las molestias, disfrutan durante todo el año de un lugar sobre la Tierra que tantos envidian y al que corren apenas pueden.
Por lo mismo, cuando en marzo los visitantes, por no llamarlos otra vez invasores, se retiran, regresan ajetreados a sus mundos de trabajo, los locales sienten una cierta nostalgia. Claro está, muchos de ellos lo negaran: ¡Jamás extrañaremos a gente tan ruidosa! Es posible.
La mitología griega habla de una mujer llamada Medea. Su caso es famoso en los catálogos de patología psiquiátrica porque ella mató a sus hijos para vengar la infidelidad de Jasón, el padre de los mismos.
Poco se habla, en cambio, de ella en un caso menos dramático. Su situación antes de su crimen. Medea fue también la que acogió a visitantes, los argunautas, que eran liderados por Jasón. Ella se enamoró de él y le colaboró en el robo del vellocino de oro, una piel de carnero sagrada que pertenecía al rey de aquellos territorios.
Pues bien, si no fuera por ese acto criminal que la hizo famosa, Medea lo habría sido simple, aunque tal vez discretamente, como la anfitriona y hospitalaria mujer de un lejano destino turístico.
Así, cada vez que se retiran los visitantes, una Medea se quedará pensando en ellos, en cuánto más pudo serles útil. Y, también, un tanto enojada de que no se la hayan llevado con ellos al gran mundo.
¡No! Si alguna vez fue de esta manera, ya no lo es.
El tiempo es un distorsionador de figuras clásicas, especialmente en lo que tienen de estereotipos. La Medea viaja por sí sola, va desde un pueblo chileno a una playa mexicana. No necesita invitación. Atiborra los balnearios con su comercio informal, sus comidas y refrescos al paso. Su antigua barbarie, que tanto le fue reprochada, hoy conforma una inmensa economía informal y la desborda.
Jasón y sus argonautas apenas se abren espacio en las playas repletas de Medea. Ella ya no es una salvaje exótica que los exploradores trasladaron a la civilización, pues ella en tamaño de multitud la repletó. Es más, Medea recibe a otras Medea, se hace huesped y anfitriona a la vez.
¿Ha triunfado definitivamente? No, pero por ahora, sí.
De ahí que haya quedado obsoleto, mientras tanto, vale la pena insistirlo, ese relato romántico de la mesera provinciana que pudo haber visto a su amor sentarse a la mesa de un restaurante en un remoto rincón del mundo.