Lear es un hombre bueno, pero, como todo hombre de poder, propenso a ser enceguecido por los halagos.
No hay tema más central a la novela y el teatro que el desenmascaramiento de la hipocresía. El novelista y el dramaturgo son, con sus personajes, como el Creador con nosotros: no hay secreto que no les conozcan. Esos secretos los contrastan con las imágenes que los personajes proyectan. El contraste es mayor en el caso de personajes malos. Pero también hay una hipocresía virtuosa. La de quien no sólo no hace alarde de su nobleza: la esconde, porque sabe que un acto noble no busca nada a cambio; si se conoce, arriesga ser redituado y, por tanto, desvirtuado.
Estas cosas las pensaba hace poco en Nueva York, mientras disfrutaba de una conmovedora actuación de Christopher Plummer como el Rey Lear de Shakespeare.
Al comienzo de la obra, Lear les anuncia a sus tres hijas que va a repartir su reino, pero que primero quiere saber cuánto amor tienen ellas por él. Las dos mayores, Goneril y Regan, se desdoblan en hipócritas halagos. No así la menor, la parca Cordelia. Porque Cordelia es demasiado honesta, porque es incapaz de confundir el amor con el interés, y porque le molesta que su padre los confunda. Lear, un hombre bueno, pero, como todo hombre de poder, propenso a ser enceguecido por los halagos, no ve ni la hipocresía de las hijas mayores ni la bondad oculta de la menor. Divide su reino entre Goneril y Regan y deshereda a Cordelia. La obra, de allí, trata de la cruel ingratitud de Goneril y Regan con su padre: lo dejan abandonado en la intemperie. En cambio, Cordelia termina acogiéndolo sin rencor; incapaz de amarlo por interés, no puede dejar de amarlo, por injusto que haya sido con ella.
Hay en la obra un segundo argumento, como contrapunto del primero. El noble Gloucester es inducido por su hijo Edmund a creer que Edgar, su otro hijo, lo quiere matar. Edgar se tiene que disfrazar para huir de un padre injustamente vengativo. Otro noble, Kent, se dedica a ayudar a Lear, pero disfrazado de sirviente, porque Lear lo ha expulsado de la corte por haberle dicho la verdad, en vez de halagarlo. La obra es una tragedia de errores, que se dan por la facilidad con que personas buenas, como Lear y Gloucester, se dejan engañar por hipócritas. Pero el tiempo, finalmente, es justo: los hipócritas son desenmascarados, los errores son despejados y los buenos terminan reconociéndose y reconciliándose.
Mi interpretación de la obra es, sin duda, optimista. Casi todo lo que pasa en ella es terrible. El malévolo Edmund es cómplice de la tortura de su propio padre, a quien le sacan los ojos. A Cordelia la encuentran colgada: Edmund ordenó que la mataran simulando un suicidio. El despojado Lear muere con el cadáver de Cordelia en sus brazos. Pero lo importante es que la verdad es conocida por todos antes de morir. Aun cuando sea sólo un instante antes, ¿qué importa? La riqueza de un instante de reconciliación y de amor es superior a todas las miserables riquezas que acumularon los hipócritas durante sus vidas.
Una posible moraleja del «Rey Lear»: hay que perder todo, para entender qué es lo que vale. El poder y la riqueza ensimisman y enceguecen, y sólo al perderlos abrimos los ojos. En esto, me parece que la obra es también una vindicación de la vejez. En muchos aspectos, es gracias a su vejez que Lear se vuelve sabio, capaz de percibir y discernir. La invulnerable juventud es como el poder: también ensimisma y enceguece. Como Lear, tal vez sólo nazcamos de verdad, en el sentido de tener los ojos realmente abiertos, cuando alcancemos la vejez, cuando las piernas, en vez de permitirnos estar siempre corriendo, nos obligan a detenernos, para distinguir y reflexionar.