El Mercurio, 13/12/2009
Opinión

No menos que uno

Lucas Sierra I..

Usted puede estar pensando en la hora en que va a votar. Quizás ya fue y un dedo se lo recuerda. Tal vez, estando inscrito, ha decidido no votar y cavila sobre las consecuencias que esto pueda traerle, si alguna. O, quizás, no se ha inscrito y, consciente de lo que pasa hoy, mira con cierta distancia.

En alguna de estas situaciones usted debe estar ahora. Esto, pues si ha cumplido 18 años y no es demente ni ha cometido un delito grave, usted tiene derecho a votar. Si no se ha inscrito, no lo puede ejercer, pero el derecho lo tiene. No importa que sea mujer u hombre, rico o pobre, bajo o alto, moreno o colorín. Es el sufragio universal, que abre el voto a la mayor cantidad posible de personas. Con el objeto de formar la mayoría, para que sea ésta la que gobierne. ¿Gobierna?

El texto de la Constitución de 1980 fue extraordinariamente desconfiado de la mayoría. Para los miembros de la Comisión Ortúzar y del Consejo de Estado, que la redactaron, el “sufragio universal” fue una expresión peyorativa. Las palabras de Jorge Alessandri en el Consejo de Estado sorprenden: “El sufragio universal es algo aceptado, pese a que en la patria de la democracia era considerado un sacrilegio. En la antigua Grecia se pensaba que la intervención en la cosa pública estaba reservada sólo a los hombres virtuosos, concepto que es la antítesis del sufragio universal… suprimiría el sufragio universal, convencido… de que son muy pocas las personas capacitadas para intervenir en los problemas de gobierno… no obstante considerar una monstruosidad que se mantenga el sufragio universal… Chile no puede hacer otra cosa que aceptarlo, porque no es posible que el país continúe con una situación internacional tan aislada y peligrosa…”.

También en el Consejo de Estado, Pedro Ibáñez sostuvo: “Evitar hasta donde sea posible el sufragio universal y tratar de que el poder gravite hacia el Ejecutivo y el Presidente de la República, para dar cohesión y continuidad al régimen, sólo de esta manera podrán establecerse carreras públicas o políticas basadas en realizaciones y méritos, y no en halagos, promesas o engaños”. Y Carlos Cáceres: “Tanto el marxismo como los regímenes de democracia liberal tienen una cierta similitud, en cuanto a que para ellos no existen normas morales objetivas. Para el primero es bueno cuanto ayuda al triunfo de la revolución, para los segundos es bueno todo lo que apoyan las mayorías… En la medida en que el sufragio universal se aplique a todos los niveles de generación del poder público, mayor será la cantidad de limitaciones que habrá de contemplar la Constitución…”.

Y vaya que contempló limitaciones. Por ejemplo, algunos cargos políticos fueron sencillamente sustraídos del voto: los municipios y una parte del Senado. En sus nombramientos participaban gremios y estamentos. Se corporativizaron, como una forma de limitar a la mayoría. Por suerte, estas limitaciones se eliminaron. Los cargos políticos deben tener responsabilidad política. Y esta se materializa por medio del voto.

Pero otras limitaciones siguen en pie. Hay un Tribunal Constitucional con poderes crecientemente expansivos para anular las normas en que se expresa la mayoría, como son las leyes y decretos. Hay un sistema binominal, que potencia artificialmente la representación de la minoría a costa de la mayoría. Y hay un quórum supermayoritario para las leyes orgánicas constitucionales que hace lo mismo: al exigir más de la mitad más uno de los parlamentarios en ejercicio, pondera más el voto de la minoría que el de la mayoría al decidir sobre estas leyes.

Nuestra democracia todavía teme al sufragio universal y a la mayoría que éste permite. Cambiar el binominal por un sistema uninominal o, al menos, moderarlo, sería un paso lejos del miedo. Otro sería moderar al Tribunal Constitucional. Y otro sería eliminar el quórum supermayoritario de las leyes, dejando como máximo la mayoría de los parlamentarios en ejercicio, no más.

Quizás esto, unido a la inscripción automática y al voto voluntario, incentive a los casi cuatro millones que hoy no votan porque no están inscritos a votar en el futuro. Porque sabrán que al formar mayoría, y al decidir luego quienes la representan sobre algún asunto, todos valen uno. Y no menos que uno.