El Mercurio, viernes 9 de julio de 2004.
Opinión

Noches rusas

David Gallagher.

En occidente no se ven conciertos así, porque no es posible esa entrega, ese desprendimiento ruso.

En Rusia se borran fronteras que en otros países suponemos rígidas. Hace unos años estuve en Peterhof, el palacio de Pedro el Grande en las afueras de San Petersburgo. Los jardines del palacio tenían una gruesa capa de nieve. Pero también la tenía el mar con el que colindan: estaba congelado, y había nevado encima. Era imposible detectar dónde estaba la frontera entre el parque y el océano. Estuve recién en San Petersburgo otra vez. Ahora me tocaron las noches blancas del verano, esas noches en que, según un poema de Pushkin, se puede leer sin lámpara, y «una alborada sucede a otra/ dejándole a la noche apenas media hora». En una noche así, ¿dónde está la frontera entre un día y otro?

Donde no hay fronteras, uno se asoma al infinito. En San Petersburgo, noche tras noche, mientras asistíamos al Festival de las Noches Blancas en el Teatro Marinsky, ese infinito nos rozaba. El momento culminante fue una rendición del tercer concierto para piano y orquesta de Rachmaninov. Entre la orquesta y Valery Gergiev, su director, y Vladimir Feltsman, el pianista, se produjo una radiante química que sólo podría existir entre rusos interpretando a un compositor ruso. Nos entregaron su alma como si la noche blanca los hubiera llamado a derrocharnos una generosidad infinita.
Mientras salíamos del teatro atónitos, a las 12 de la noche, a gozar del sol de la medianoche, pensé que en occidente no se ven conciertos así, ni cuando Gergiev dirige. Porque en occidente no es posible esa entrega, ese desprendimiento ruso. En San Petersburgo, en las noches blancas, los músicos no conocen el escepticismo, no conocen la rutina.

Sé que las noches blancas ya empiezan a acortarse y que pronto se caerán las hojas rusas. Llegará el invierno, con sus días negros, con su melancolía, su tedio. Sé que en uno de esos días negros, en uno de esos días en que apenas asoma la luz, algún hombre ruso tomará demasiado, para borrar las fronteras entre la fantasía y la realidad. Peor, alguna mujer rusa, encerrada en su casa, dirá «mnie skúchno» – «estoy aburrida»- . Cuando una mujer rusa dice eso, son muchas más las fronteras que se desdibujan: el orden entero propende a desmoronarse y a ser sustituido por el caos, como en «Lady Macbeth de Mtsensk», la ópera de Shostakovich que vimos, en que Katya, la antiheroína, dice fatalmente «mnie skúchno», y procede a matar a su suegro y a su marido.

Caen las fronteras en la Rusia actual también por la estremecedora transición que vive el país. Cayeron muchas fronteras geográficas. Más importante, han caído incontables fronteras entre lo permitido y lo vedado. A veces, uno llega a preguntarse si todavía queda alguna. La respuesta es que sí. Todavía existen algunos «nyet» burocráticos. Todavía existen los «nyet» de la profunda conciencia que tienen los rusos en su mayoría, salvo que ya no son artificiales, son los verdaderos, los que emanan del alma.

En realidad, son muchas las cosas que maravillosamente vuelven a su lugar propio, desde el lugar artificial que les había asignado la planificación. Desde ya, la música ha vuelto a ser música. Lo pensaba mientras asistía a un ballet basado en la Sinfonía de Leningrado de Shostakovich. En la época soviética, ese ballet era propaganda antinazi. Hoy, a lo mucho, es un poema a la paz, pero, aún más que eso, es movimiento puro, música pura. Asimismo, la gente recupera su individualidad: cada persona es lo que es, no lo que quisieran que fuera. Tratándose de rusos, eso augura un período de gran creatividad, en que Rusia jugará, creo yo, un papel revitalizador en el mundo occidental.