El Mercurio, viernes 10 de noviembre de 2006.
Opinión

Nostalgias londinenses

David Gallagher.

Revisando mis papeles de hace 20 años, sentí, ante el que fui, la mezcla de cariño y desprecio que sentimos cuando vemos las cosas de los muertos.

Pasé en Londres un fin de octubre nostálgico: era una semana en que conmemoraban importantes hechos pasados.

Era el 50º aniversario de la curiosa expedición anglo-francesa al Canal de Suez, recién entonces nacionalizado por Nasser. Después se supo que fue realizada en colusión con Israel, que aprovechó para invadir Egipto. Los aliados se tuvieron que retirar con la cola entre las piernas, bajo amenazas de Estados Unidos. Eisenhower, el Presidente republicano, aborrecía las intervenciones militares en el Medio Oriente.

El Primer Ministro británico, Anthony Eden, había oficiado muchos años como canciller de Churchill. Tal vez haya gente que no puede ascender del segundo puesto al primero sin perder la cabeza. Eden sí que la perdió. Aparecía en televisión dando discursos mesiánicos, en que equiparaba a Nasser con Hitler. Eden se había convertido en Churchill, pero en una versión de farsa, con un enemigo que, frente al portentoso Hitler, también era de farsa.

Suez fue uno de los primeros episodios en que gobiernos de habla inglesa han querido repetir la gesta histórica contra Hitler, seguros de hacer el bien. Seguros, pero ciegos ante los peligros de las analogías históricas, y ante el daño, las muertes, que pueden ocasionar sus intervenciones. Por cierto, fue gracias al fiasco de Suez que los soviéticos pudieron aplastar Hungría en 1956: un ignominioso «empate».

Dos aniversarios londinenses más: el 50º del estreno allí de «Esperando a Godot», de Samuel Beckett, y el 50º del Royal Court, un teatro de vanguardia donde se han estrenado las obras de grandes dramaturgos contemporáneos.

Peter Hall, que a los 24 años dirigió ese primer «Esperando a Godot», lo dirige ahora otra vez. La obra no ha perdido nada de su vigor y belleza. Vladimir y Estragon, los personajes depurados y cósmicos de Beckett, nos siguen cautivando mientras tratan de acordarse qué hicieron ayer, y discurren con humor sobre Dios, la vida y la muerte, para matar el tiempo, esperando a Godot, un ser sobre el cual saben poco, salvo que deben esperarlo.

En el Royal Court, para su propio 50º aniversario, daban otra obra de Beckett, «La última cinta de Krapp». En ella, un viejo sesentón escucha y comenta una cinta que él mismo grabó unos 20 años antes. El papel de Krapp lo jugaba ahora Harold Pinter, el dramaturgo que tanto aprendió de Beckett. Pinter sufre de un cáncer terminal. Ha dicho que no escribirá ya más, y éste habrá sido su último papel como actor. Ver la obra fue, entonces, una experiencia de nostalgia múltiple: la de Krapp por su pasado, la de Pinter por el suyo, la de nosotros por el nuestro. Yo no la tuve, porque era imposible conseguir entradas, pero me consuelo pensando que la actuación de Pinter difícilmente pudo haber superado la grandeza que le imagino.

Me sentí afín a Krapp mientras ordenaba mis cajones en una casa que mi familia decidió vender en Londres. Pasada cierta edad, a todos nos toca, en algún momento, revisar los papeles de algún deudo recién fallecido. Hacerlo nos hace sentir lo terminante que es la muerte. Es lo que sentí revisando mis papeles de hace 20 años. En este caso, era la muerte del pasado. Sentí, ante el que fui, la mezcla de cariño y desprecio que sentimos cuando vemos las cosas de los muertos. Cariño, porque los extrañamos a ellos y a los tiempos en que estaban vivos. Desprecio, porque necesitamos contener ese cariño, para distanciarnos y diferenciarnos de ellos y de su muerte.

Recién de vuelta en Chile, me encuentro con un país políticamente excitado. Trataré de entender la situación mejor antes de comentarla.