Pulso, 28 de noviembre de 2017
Opinión

Nuevo Congreso y régimen político

Lucas Sierra I..

2015 se puso fin al sistema electoral binominal heredado de la dictadura, que rigió siete elecciones parlamentarias entre 1989 y 2013. Fue reemplazado por el “proporcional moderado” recién estrenado. Éste, sin embargo, no es realmente nuevo, pues es mucho más parecido a los sistemas electorales vigentes en Chile hasta el Golpe de 1973. En la historia de la República la rareza ha sido el binominal.

Al pasar de un sistema más mayoritario como el binominal a uno más proporcional, se planteó la pregunta por la mayor fragmentación que tendría el nuevo Congreso. Una pregunta relevante atendido el régimen político que tenemos: presidencial. Por definición, los presidencialismos se llevan mal con la fragmentación parlamentaria, pues se arriesga el peligro de generar Presidentes que, electos por mayoría, ejercen luego en minoría.

¿Por qué es un peligro? Porque la gobernabilidad puede debilitarse y, debilitada, pueden pasar distintas cosas. Todas malas, aunque algunas mucho peores. Una mala es que la política institucional entre en un estado de parálisis. Para las peores hay que ver lo que pasó en Chile en 1891, 1924 y 1973.

Hecha esta sombría elucubración, vamos al hecho: ¿se fragmentó el Congreso el domingo pasado? Un estudio recién publicado por Loreto Cox y Ricardo González del CEP («Las Elecciones 2017 en Frío. El día después») muestra cuánto el nuevo sistema cumplió su promesa fragmentadora. En marzo se constituirá el Congreso más atomizado desde la vuelta a la democracia.

El estudio distingue entre la Cámara y el Senado, y entre partidos y pactos. En la Cámara, a nivel de pactos, la fragmentación creció mucho, alcanzando por lejos el punto más alto de la serie. A nivel de partidos también creció y alcanzó el punto más alto, aunque con una distancia relativamente menor.

En el Senado sólo se mide a nivel de partidos, ya que, como se renueva por mitades, en cada elección los pactos pueden cambiar. También se registró el punto de mayor fragmentación de la serie, aunque la distancia de nuevo fue relativamente menor.

Con el Congreso más fragmentado, la prueba para el presidencialismo será la más grande hasta ahora. El Presidente electo en diciembre tendrá una difícil tarea con el Congreso, su colegislador, para gobernar.

A estas alturas usted podrá estar preguntándose ¿y la segunda vuelta? ¿Tiene que ver en esto?

Las fuerzas dispersas en la primera vuelta suelen tener incentivos para ordenarse tras una candidatura en la segunda. Así ellas, que por lo general han quedado con representación parlamentaria, pueden articular una base sobre la que su candidato ganador se apoye luego en el Congreso. Pero uno no debería poner todas sus fichas en esto.

Arturo Valenzuela, un cientista político que conoce bien el régimen chileno, advirtió en un libro publicado por CIEPLAN y el CEP («Democracia con partidos», 2012), sobre lo ilusorio que es pensar la segunda vuelta como un remedio para los males del presidencialismo.

Sostiene que la mayoría presidencial producida en la segunda vuelta es una mayoría ficticia, a lo más de carácter electoral, pero no propiamente política, que es la necesaria para gobernar. Esto se agrava por la decreciente disciplina que exhiben los partidos y, para qué decir, los pactos; indisciplina que es incentivada por el propio régimen al privar al Presidente de un mecanismo ordenador (como la posibilidad de disolver la Cámara y llamar a elecciones, por ejemplo).

Mientras no se reforme el presidencialismo, y contra el lugar común en favor de la segunda vuelta, Valenzuela recomienda la elección de las dos mayorías relativas por el Congreso pleno, como era antes. Sólo esto posibilitaría la unidad unión política y no sólo electoral. Interesante tesis, sobre todo cuando el nuevo sistema cumplió su augurio fragmentador.

Veremos qué pasa. Probablemente habrá alianzas menos estables y negociaciones por proyectos de ley. Un problema de esto es que los grupos chicos adquieren una importancia que no se condice con su peso electoral. Y veremos cuánto sufre la gobernabilidad.

Pero lo que está claro es que, una vez aquietadas las aguas electorales, hay que pensar con seriedad y voluntad política el régimen de gobierno. Esta es la reforma constitucional ineludible.