El Mercurio, 7/3/2010
Opinión

Pan de piedra

Lucas Sierra I..

En mapudungún, Cobquecura significa «pan de piedra». Fue el epicentro. Un pueblo junto al mar hecho en piedra, bajo el que se fracturó una piedra colosal. Sus paredes no resistieron. Sus piedras se vinieron al suelo, como llamadas por la piedra madre, como atraídas por una fuerza esencial. Y desde Cobquecura, el epicentro, la tierra y el mar se transformaron en súbitos traicioneros.

Las imágenes del desastre se suceden unas a otras. Son monótonas. Hay algo hostigosamente uniforme en la destrucción. Pero es fácil intuir la infinita variedad de dramas y dolores arrugados bajo esa capa homogénea.

Vidas partidas. Pueblos arrasados. Por la vibración, por el mar o por la oscura complicidad de los dos. Vestigios de la historia en el suelo. Otra vez. Otra vez la advertencia de que la vida está tejida por un hilo de precariedad. La piedra se fractura. Incluso la fundamental.

Y por esa fractura se cuela el sinsentido. El de la tierra remeciéndose como si no fuera firme. El de un barco varado en un potrero. El de una casa flotando en la mitad de una bahía. El de una isla a la que nadie avisó y recibió, por la espalda, el cuchillazo del mar. El de cementerios derrumbados y ataúdes abiertos, revelando una muerte que se repite a sí misma. El de un gobierno que trata de comunicarse por teléfono para reaccionar y empezar a coordinarse, sin disponer de un sistema alternativo de comunicación, más autónomo y confiable. El de autoridades civiles y militares que siguen descoordinadas a la hora de explicar su primera y fatal descoordinación. El de un poder civil que se demora en imponer orden debido a un trauma (algo acomplejado a estas alturas) por unas Fuerzas Armadas que cuando salieron a imponerlo, lo hicieron con una crueldad que tampoco tuvo sentido.

Una vez le preguntaron a Isaiah Berlin, uno de los pensadores más agudos y elegantes del Siglo XX, por el «sentido de la vida». Se respuesta fue categórica: «No creo que exista un sentido de la vida. Yo no me pregunto por él, pero sospecho que no existe, y eso para mí es una gran tranquilidad. Hacemos en la vida lo que podemos, y eso es. Aquéllos que buscan algún libreto profundo, cósmico, que lo abarca todo, o algún Dios así; están, créame, patéticamente equivocados.»

Frente a los escombros y a las bolsas con cadáveres, las palabras de Berlin hacen sentir algo de la tranquilidad que él dice tener. ¿Cómo insertar la catástrofe en una voluntad deliberada rondando por el cosmos? ¿Cómo hacer calzar la fractura de la piedra en el plan divino? Berlin afirma que la vida y su sentido están en lo que hacemos y no hacemos al transitar por ella. No en un plan prefigurado, tampoco en una inteligencia exterior. Sólo parece contar lo que se hace y se deja de hacer.

Para lo que hay que hacer desde ahora en adelante, existe experiencia a la que mirar. Por ejemplo, después del terremoto y maremoto de 1960 en Valdivia (el más fuerte de todos, dicen), se dictó una legislación especial para lidiar con sus efectos. Regula cuestiones distintas, como la muerte presunta, los plazos y procedimientos que estaban corriendo al momento de la calamidad, y la disminución de requisitos y formalidades en los trámites públicos, entre otras más. Se dictó en julio de 1960. Un mes y medio después del terremoto. Se legisló con prontitud.

En esa legislación hay memoria institucional. Memoria que el Estado parece no guardar suficientemente, al menos si se consideran las dificultades iniciales en la reacción y coordinación. Esas dificultades involucraron al Gobierno y a las Fuerzas Armadas. Fue una falla de Estado.

Como si el Estado no recordara, como recordamos las personas a partir de la niñez y las familias desde siempre, que en Chile, de cuando en cuando, pero inexorablemente, el pan se hace piedra.