Hay algo extraño en la disputa entre el Senado y el Gobierno por el nombramiento de ministros a la Corte Suprema. La cara de esta disputa es la jueza Repetto. Pero ella no es el problema. Al contrario, parece la víctima de una errada comprensión institucional.
La Constitución dispone que el nombramiento es del Presidente, “con acuerdo del Senado”. Esto es así hace 21 años. Hasta ahora, la práctica ha sido un acuerdo previo entre el Gobierno y los senadores, de tal manera que cuando el o la nominada comparecía ante el Senado, la cuestión ya estaba resuelta.
Un estudio que hicimos con Andrés Hernando en el CEP muestra que, en promedio, el nombramiento de “internos” (jueces de carrera) ha tomado 76,6 días. De estos, 51 (66,5%) los ha usado el Gobierno desde que recibe la quina de la Corte Suprema hasta que hace su propuesta al Senado. En el caso del nombramiento de “externos”, el promedio han sido 153 días, de los cuales el Gobierno ha usado 116 (75,7%) para proponer al Senado. Ese ha sido el momento de la negociación.
Esto tenía algo bueno y algo malo. Bueno, porque ayudaba a asegurar la nominación. Malo, porque transformaba la audiencia y deliberación del Senado —la única instancia en que es posible el escrutinio público— en un ritual vacío.
Después del caso Lusic, el Gobierno envió el nombre de la ministra Repetto directo al Senado. Varios senadores han alegado por no haber sido consultados antes. ¿No deberían estar contentos porque ahora tienen la posibilidad de examinar y escrutar la elección del Gobierno de una manera deliberativa y pública? ¿No es una oportunidad para reafirmar el papel de los parlamentarios frente al Presidente y de cara a la ciudadanía?
Desaprovecharla sería otro balazo que el Congreso se dispara en el pie. Una nueva rendición parlamentaria en el camino hacia el presidencialismo perfecto.