El Mercurio, 2 de noviembre de 2012
Opinión

Peggy en Santiago

David Gallagher.

La de Peggy Guggenheim es de las colecciones privadas más importantes de arte de vanguardia del siglo XX. Lo es porque las obras son de altísima calidad; porque junta arte abstracto con arte surrealista, lo que no es común; y porque refleja el inspirado gusto de una persona que dedicó su vida al arte de su época, desempeñando un papel gravitante en su evolución. Gracias a una visionaria iniciativa del ministro de Cultura, una parte significativa de estas obras llegó esta semana de Venecia al Centro Cultural Palacio de La Moneda.

Peggy conocía a todos los artistas que coleccionaba, y se involucraba íntimamente en sus vidas, como amiga e, incluso, a veces como amante. En eso su colección es muy distinta a las de aquellos que juntan arte por vanidad o prestigio, en colecciones sin alma, sin estampa propia, reunidas fríamente por asesores profesionales. A Peggy a veces la asesoraban amigos como Herbert Read, el crítico de arte inglés, y Marcel Duchamp, pero detrás de cada pieza que ella adquirió se intuye una decisión inspirada y apasionada hecha, finalmente, por ella misma.

En el contundente catálogo de la exposición de La Moneda, Philip Rylands, su curador, describe la inauguración, en 1942, de Art of This Century , la galería de Peggy en Nueva York. Ella apareció esa noche en un vestido blanco, que resaltaba el negro azabache de su pelo. Lucía aros dispares -un móvil de Calder, y un minúsculo paisaje soñado por Tanguy- para expresar su neutralidad entre el arte abstracto y el surrealismo. No hay mejor imagen que ésta de lo involucrada que estaba ella en el arte que coleccionaba. Curiosamente, en la exposición en La Moneda, en que hay muchas fotos de Peggy, esa imagen no está, aunque sí están los aros de Calder y Tanguy. Le pregunté a Rylands por qué, y me dijo que era simplemente porque la foto nunca se tomó. Mejor, pensé, porque la imagen adquiere así una dimensión metafísica, entra al terreno invisible de la trascendencia en que el surrealismo y el abstraccionismo se juntan.

En su autobiografía, Peggy cuenta de sus relaciones con los artistas de su generación. Sus descripciones son memorables, llenas de humor y de sensualidad. Durante muchos años becó a Jackson Pollock, tratando también de protegerlo de sus excesos alcohólicos. Con Max Ernst estuvo casada. Tanguy por un tiempo fue su amante, a escondidas de su propia mujer. Él despilfarraba sus ganancias cuando vendía sus cuadros. Hacía bolitas de los billetes y los tiraba a la gente en los cafés. Mondrian era bueno para bailar, pero era imposible hablar con él. «Tal vez su propio holandés habría sido más satisfactorio que su extrañísimo inglés o francés, pero yo tenía dudas de si era capaz siquiera de hablar su propio idioma». La idea de un Mondrian lingüísticamente inabordable refuerza el severo minimalismo de sus cuadros. A Brancusi, «mitad campesino y mitad dios», le trataba de comprar sus pájaros de bronce -hay uno magnífico en La Moneda-, pero él pedía precios exorbitantes. Ella pensó casarse con él para heredarlos, pero descartó la idea cuando vio que él igual iba a preferir venderle todo para «después esconder la plata en sus zapatos de madera», sus zapatos de campesino rumano.

Rylands, en el catálogo, nos recuerda que Duchamp en sus obras se acerca al surrealismo porque al sacar objetos cotidianos de su contexto, al presentarlos literalmente dislocados, nos estimula el inconsciente. Algo parecido pasa al recorrer esta exposición en Santiago. Porque es muy curioso ver estas obras sacadas de su contexto en Venecia, verlas nada menos que en Chile, dislocadas. Creo que estimularán el inconsciente de quienes visiten la muestra, de las más impactantes que nos hayan llegado nunca.