El Mercurio, 17 de noviembre de 2018
Opinión
Previsión

Pensiones: secuestro, expropiación y discriminación

Sebastián Edwards.

Aunque salí de Chile hace 40 años, hice algunas contribuciones al sistema de AFP. Siempre se dijo que estas eran ahorros individuales, por lo que al acercarme a la edad mágica de los 65 años decidí investigar dónde estaba mi platita.

Hace unas semanas me uní a los adultos mayores. Desde mediados de agosto pago menos en museos y cines y, lo que es más importante, puedo obtener una pensión.

Aunque salí de Chile hace 40 años, hice algunas contribuciones al sistema de AFP. Siempre se dijo que estas eran ahorros individuales, por lo que al acercarme a la edad mágica de los 65 años decidí investigar dónde estaba mi platita. El primer paso fue simple y eficiente, y lo hice desde California. Entré en el sitio de la Superintendencia de Pensiones y seguí las instrucciones. En un santiamén me enteré que estoy afiliado en una AFP desde el 1 de septiembre de 1982.

El próximo paso era averiguar cuánto dinero tenía acumulado. Decidí hacer el trámite en persona, durante uno de mis viajes. También decidí que iba a usar el viejo sistema chileno de contactar a algún amigo que conociera a alguien que tuviera a algún primo empleado en la AFP, para apurar una gestión que me imaginé sería eterna. Resultó que no era necesario. En la oficina de la AFP el proceso fue simple y ordenado. Tomé un número, y me senté en una silla de plástico a observar a una multitud de viejitas que andaban en lo mismo. Un funcionario correcto, de camisa blanca y corbata oscura, me atendió y me explicó cuál era la situación.

Tengo acumulados 23 millones de pesos. Cuando él lo mencionó, yo pensé que era mucho, pero al ver su cara, me di cuenta de que era una miseria. «Puchas», dijo, «está fregado, señor». Imprimió una hoja, y me la pasó. Ahí, clarito, decía que mi pensión alcanzaba a 128 mil pesos. «Chuta», dije, usando la palabra favorita del antipoeta Nicanor. Volví a mirar y me di cuenta que tenía que hacer una contribución obligatoria a salud, por lo que mi pensión iba a ser de 119 mil pesos.

Una migaja, pensé. Luego, recapacité y me dije que al menos era algo. Después de todo, soy el típico caso del «señor lagunas», el personaje que no contribuyó casi nada, pero igual recibe algo. En otros países donde he trabajado -Argentina y Alemania-, a pesar de haber contribuido más que en Chile, mi pensión es cero, por no cumplir con una densidad mínima. También pensé en lo siguiente: soy de las personas que tiran para abajo los promedios de los que contribuyen a que las pensiones pagadas sean estadísticamente bajísimas.

El señor de las AFP retomó la palabra. Me dijo que la AFP no tenía mi dirección. Le respondí que desde hace una pila de años vivía en EE.UU. Se le iluminó la cara y me dijo que si tenía pensión en el extranjero, me podían devolver todas mis contribuciones de una vez. «Esta sí que está buena», pensé, mientras hacía cálculos sobre qué podía comprar con mis 23 millones, porque a esas alturas seguía pensando que esa plata era mía.

Como el tema era inusual, me mandó donde otro señor en otro piso. La ley en cuestión (N° 18.156) dice que si la persona es «técnico», vive en otro país y, además, puede probar que tiene afiliación en un sistema pensional extranjero, le devuelven todo el dinero acumulado. «Buenísimo», le dije a este segundo señor. Soy ingeniero comercial, y estoy afiliado a la Seguridad Social de los EE.UU. «Puchas», me dijo, «pero tiene que ser extranjero. Si es chileno, está frito». Raudo, saqué mi pasaporte gringo y lo puse sobre la mesa. Lo tomó y hojeó sus páginas. Luego me preguntó si había renunciado a la nacionalidad chilena. Cuando le dije que no, esbozó una sonrisa de lástima. «Entonces, no puede», sentenció. «Tiene que optar por retiro programado».

Por ser chileno, mis platas estaban secuestradas. No eran mías después de todo. Si hubiera sido argentino, me daban un cheque por 23 millones. Discriminación pura, pensé.

El señor volvió a mirar el computador y me dijo: aquí no aparece «bono de reconocimiento». Le expliqué que había trabajado cerca de tres años en el sistema antiguo. Me mandó al IPS, sucursal Providencia, en la calle Holanda, para recuperar mi bono.

Partí asustado, aterrorizado de la burocracia estatal. Pero para mi sorpresa todo fue rápido, muy eficiente y muy grato. Un señor de gran sentido del humor y buen trato verificó que no tenía bono y que mis contribuciones anteriores habían sido «expropiadas» (palabra mía, no de él). Vamos a averiguar, dijo con una gran sonrisa y me conminó a regresar en cuatro meses.

Volví a la AFP, para indagar qué pasaba si no encontraban mi bono. El señor que me tocó esta vez me dijo: «No hay mal que por bien no venga. Como usted no tiene otros ingresos en Chile, lo más probable es que le den un «suple’ y le completen el pago hasta la pensión mínima de 147 mil trescientos pesos».

Salí con sentimientos encontrados: el sistema había secuestrado mis dineros, me había discriminado por ser chileno y había expropiado mi bono. Del lado positivo, era merecedor de un subsidio para los indigentes.