De trabajo en Londres, decidí darme un gusto: tomar el tren a París para ir a la ópera. La ópera de la Bastilla, tal vez la mejor del mundo hoy, donde daban un «Tristán e Isolde» de Peter Sellars, el creativo régisseur norteamericano. Es una versión en que, durante toda la ópera, se proyecta un video de Bill Viola, uno de los artistas actuales que más admiro.
Es agradable ir a la ópera con amigos. También es agradable, a veces, ir solo. Es lo que pensaba mientras el tren se hundía en la negrura del túnel debajo del mar. Por último, es bueno tener un día de reflexión, pensaba, sobre todo cuando uno visita una ciudad que despierta tantos recuerdos, como en mi caso París. Me acompaña en París el estudiante que yo era cuando vivía allí. Con él, además de disfrutar cada momento del presente, revivo el pasado, enriquecido por la perspectiva del tiempo. Compensaciones de la vejez, que por algo es mucho más entretenida de lo que uno se imagina de joven.
Tras instalarme en un hotel de la Rue des Beaux Arts, parto temprano a la Bastilla. Nada mejor que concentrarse en la obra que uno está por ver, sin estar distraído por la angustia de llegar atrasado. Nada mejor que llegar con tiempo para leer el nutrido programa que siempre proveen en París. Son cosas que nunca entiende la gente con que uno va a un espectáculo.
En el programa me encuentro con un ensayo de Viola. Dice que en su video trata de crear un mundo paralelo de imágenes, que refleje la vida interior de los personajes. El propósito es apropiado para una ópera en que Tristán e Isolde pasan a un plano más metafísico aún que el de cualquier vida interior, cuando beben la pócima del amor.
En realidad, en esta versión de Sellars y Viola hay visualmente tres planos. Hay el plano a mitad de camino entre lo concreto y lo metafísico, que se da arriba del escenario, donde cantan su amor Tristán e Isolde. Hay el plano «real» de nosotros los espectadores, que los observamos desde las butacas. Allí -una idea genial de Sellars- nos acompañan Brangäne, la aterrizada acompañante de Isolde, y el rey Marco, su frustrado pretendiente. Cuando el rey Marco va a reclamar a su novia, camina indignado por el corredor central de la platea hacia el inalcanzable escenario, queriendo en vano interrumpir el éxtasis con que Isolde departe con Tristán. Después, cuando Brangäne les advierte a los amantes que los van a descubrir, por mucho que se sientan protegidos por la noche, lo hace cantando desde un palco lateral, donde la ilumina la luz de una luna llena.
Finalmente está el plano meta-físico de Viola. Cuando los aman-tes beben la pócima, vemos en la pantalla cómo el líquido los ahoga. Se hunden debajo del agua del mar. Pronto los veremos volando, abra-zados, pero por el agua, como si el agua fuera aire.
En el mundo metafísico de Viola, los elementos se fusionan. El aire se hace fuego; el fuego, agua; el agua, tierra. La transmutación ocurre sutilmente, gracias a técnicas de video. El agua se hace tierra porque en las tomas de primer plano, en cámara muy lenta, que hace Viola, las olas del mar se detienen y se convierten en montañas. Como los «montes de agua y piélagos de montes» de Góngora, pienso. Con la licencia de su cámara poética, el agua y el fuego de Viola purifican a los amantes sin ahogarlos y sin quemarlos, y el aire los sostiene sin que tengan que pisar tierra.
De vuelta en el tren, rumbo a Londres, yo tampoco piso tierra. Imposible hacerlo, con los recuerdos de anoche, en esta máquina que atraviesa el espacio a tanta velocidad, pero que es a su vez un espacio propio, uno que me acoge y que me permite dedicarme sin interrupción a estas reflexiones.