El Mercurio, viernes 9 de noviembre de 2007.
Opinión

Poder y discriminación

David Gallagher.

En todo país hay sectores de la población que tienen desventajas estructurales para llegar a la jefatura del Gobierno. Cuando alguien las vence, el país se enriquece, tanto más si el vencedor gobierna bien.

En Estados Unidos, siempre parecía imposible que un católico llegara a la presidencia: lo compro-bó Al Smith tras su catastrófica derrota en 1928. Pero el tabú fue roto por John Kennedy en 1960. Su prestigioso gobierno permitió que los católicos ahora aspiren al cargo sin complejos. Lo mismo empieza a ocurrir con gente de raza negra. Ser negro ya no parece ser un impedimento para que alcance la presidencia un Colin Powell, una Condo-leezza Rice o un Barack Obama. Si a Obama por el momento le va peor en las encuestas que a Hillary Clinton, no es porque sea negro, ni tampoco, por cierto, porque ella sea mujer.

Un obstáculo a ser jefe de gobierno en casi todo el mundo ha si-do el de género. A través de la historia, las mujeres han sido duramente discriminadas en política. En Estados Unidos lograron igualdad de voto con los hombres sólo en 1920. En Chile, en 1949. Pero en los últimos decenios mujeres han gobernado con éxito hasta en países que parecían muy machistas, como Pakistán, India, Filipinas y Sri Lanka, y la imagen de la mujer como gobernante ha cambiado radicalmente. Margaret Thatcher, Angela Merkel y Helen Clark han demostrado que una mujer puede ser mucho más valiente en enfrentar intereses creados, mucho más decidida en trazar un rumbo definido para su gobierno, que los hombres que las precedieron. El género ya no parece ser un factor determinante en el tipo de liderazgo que se ejerce. Las diferencias de estilo y de capacidad entre un líder y otro parecen deberse a características individuales. Y si hay un hilo común entre los políticos que con más brillo han roto el tabú de la discriminación, es que no han hecho nunca tema de ella.

Es el caso de las mujeres que han ejercido con más éxito el poder. No han pretendido que por ser mujeres vayan a desplegar un liderazgo mejor o distinto. Tampoco han recurrido al chantaje emocional de cobrar sentimientos, de acusar de machista a quien no las apoye. Es inconcebible que Condoleezza Rice reclame que la gente no admira su forma de conducir la política exterior porque es negra o porque es mujer. Hace poco, una exitosa amiga inglesa me decía que Thatcher había transformado a su generación, porque había mostrado que una mujer podía llegar a hacer cualquier cosa sin tener que apelar al feminismo. ¿Por qué, me pregunto, nunca se le ocurrió a Thatcher colocarse como víctima por ser mujer? ¿Será porque es de derecha y no proviene de esa izquierda en que la cultura de víctima es tan fuerte?

En Chile conviven dos izquierdas. La madura, de Lagos, que ejerció sin complejos el poder, y la izquierda adolescente, que se siente más cómoda en oposición, porque estuvo siempre opuesta al poder. Es una izquierda que incluso cuando gobierna no se convence de que ha alcanzado el poder, e inventa alguna fuerza superior que estaría conspirando para aplastarla: los grupos económicos, la prensa, el imperialismo foráneo. Michelle Bachelet parece vacilar entre los dos tipos de izquierda. De allí, quizás, la idea de que una conspiración de varones estaría tratando de subvertir su mandato.

Creo que ella lograría más para las mujeres si, al gobernar, dejara de apelar a su condición de mujer. Porque la discriminación se acaba justo cuando la gente deja de percibir el color, el sexo o la fe de la persona que ejerce un cargo, cuando la ve nada más que como a un ser humano, con virtudes y defectos propios de esa condición, y no de otra.