¿Es la felicidad de los ciudadanos la razón del Estado?
¿Es usted feliz? Piénselo bien. Quizás, en general, sí, pero a veces no; quizás algunos días se siente más feliz y otros menos. Quizás es, simplemente, infeliz. ¿Y qué lo haría más feliz? Tener más plata, o menos y más tiempo; mejor salud, enamorarse o, tal vez, volver a estar solo; tener más fe o liberarse de una vez de los dioses, ser más reconocido o pasar más piola, perdonar o perpetrar una venganza justiciera. En fin.
La felicidad, ese estado de ánimo difícil de definir y, más aún, de alcanzar, ha sido puesto en el debate por el último libro de Eugenio Tironi. Éste examina el cambio en el modelo de la sociedad chilena tras la transformación capitalista del régimen militar y de su profundización en democracia.
Habríamos transitado desde un modelo «europeo» a uno «estadounidense», caracterizado por «su libertad económica, su culto al trabajo y al éxito individual… altamente competitivo y adaptable al cambio». Tironi observa este cambio desde la pregunta por la felicidad. Y nos advierte: en Estados Unidos la gente es menos feliz que en Europa.
Tironi suele darnos miradas sociológicas sensibles y refrescantes. Algo hay de eso en este libro. Se enmarca, por lo demás, en la preocupación central de la sociología por los avatares de las sociedades en algún curso de modernización. Es interesante, además, el esfuerzo por pensar sociológicamente la felicidad, que parece tan personal y subjetiva.
Pero el libro es profundamente inquietante, pues tiene una dimensión normativa dirigida al Estado. Escribe Tironi: «La razón de ser de todo gobierno: expandir la felicidad de cada uno de los que forman parte de la so-ciedad». Esta idea ya estaba en algunos textos clásicos. Pero, ¿es moralmente plausible plantearla hoy? Creo que no.
Los gobiernos modernos se legitiman distinguiendo entre lo bueno y lo correcto. Reconocen que las personas pueden tener distintas concepciones del bien y que, dentro de un rango, esas concepciones son igualmente respetables. Para que esto sea así, deben pactarse ciertas reglas del juego, que necesariamente serán algo abstractas y bastante procedimentales. Éstas configuran lo correcto.
La felicidad parece estar más asociada a nuestras concepciones del bien, que son distintas, y, por esto, los gobiernos no deben matricularse con ninguna. Sí con el respeto de las reglas del juego. Pero no porque esto produzca felicidad (de hecho, puede producir infelicidad), sino porque es correcto. Me quedo con Kant: «Nadie puede obligarme a ser feliz a su modo».