Hace años, el semanario «The Economist» calificó a un político inglés de «principleless», sin principios. No quería decir con esto que se tratara de una persona incorrecta o inmoral, sino que, como político, carecía de ciertas convicciones o ideas básicas capaces de orientar, dar sentido y predecir su actuar.
En política, se puede carecer de principios por distintas razones. Por ejemplo, por no tener la capacidad de articularlos, por mirar la política como un simple juego táctico, por la tentación fácil de halagar a las masas, o por adherir con fervor casi religioso al puro pragmatismo, esto es, a la noción que reduce lo verdadero a lo posible.
La falta de principios daña a la política y, consiguientemente, a la democracia. La convierte en algo errático, hostigoso, ajeno, y la llena de un vacío que invita al populismo y a la fuerza. Como es obvio, no se trata de que los políticos deban ser unos principistas incondicionales. Eso sería ineficiente para la vida pública y hasta peligroso, porque bordearía el fanatismo. La política tiene una dosis ineludible de pragmatismo, como toda actividad que consiste en negociar. Pero esta capacidad de transar debe estar contenida por ciertos márgenes y criterios sustantivos.
En Chile, la carencia de principios es un fantasma que ha rondado con especial intensidad a la derecha. El pragmatismo casi caricaturesco de quien fuera considerado por demasiado tiempo como su «líder natural», los relegó a un último plano, ocultos tras una densa humareda de cosas tan efectistas como efímeras.
Pasados esos tiempos, la derecha pareció enmendar rumbo, volviendo sobre algunos principios que están en su raíz y han contribuido al notable crecimiento de Chile: autonomía individual, propiedad privada, orden público, formalidad institucional, igualdad de oportunidades, mercados competitivos y Estado subsidiario, entre otros.
De tiempo en tiempo, sin embargo, el fantasma vuelve a erguirse. Ejemplos no faltan: el haber rechazado el proyecto de depreciación acelerada, o el no haber rechazado en forma categóricamente unánime el espejismo del «sueldo ético», contribuyendo así a la sensación de que el trabajo sea remunerado con independencia de su productividad. Por suerte, vino después el acuerdo sobre educación, en el que defendieron con éxito principios correctos.
Pero mañana martes los traicionará otra vez, si da sus votos para que presida el Senado quien ha hecho la crítica más permanente, corrosiva y populista de lo más valioso que puede ser asociado a esta derecha: el llamado modelo. ¿Irremediablemente «principleless»?