Algunos cuestionan no sólo el tono y la ocasión, sino también la sustancia de la crítica que hizo Alfredo Ovalle, en la Enade, a la falta de conducción que se ve en el Gobierno. Según éstos, su crítica provendría del hecho de que los empresarios son tan arrogantes, o tan tontos, que creen que para conducir un país basta con dar órdenes. Creer eso en una democracia compleja como la nuestra sería, en el mejor de los casos, ingenuo, y en el peor de ellos, el producto de la soberbia de quienes añoran la dictadura. Es más: que haya falta de conducción no sería un defecto siquiera, sino el reflejo de que vivimos en una democracia participativa, en que la gente tiene intereses múltiples, que el Gobierno refleja.
Pero, ¿quién en Chile cree que gobernar es nada más que dar órdenes? Tal vez, el malentendido se dé por nuestra tendencia a usar imágenes náuticas en la política. A los jefes de partidos se les tilda de timoneles, y a los gobiernos se les pide -lo hizo Ovalle- que mantengan firme el timón.
A primera vista, estas imágenes denotan una visión simplista de lo que es el arte de gobernar. Pero si uno las piensa un poco, no es tan así. Preocuparse del desempeño del timonel no es creer que éste, como el rey Canuto, les pueda dar órdenes a las turbulentas olas. Al contrario, la imagen del Estado como nave y del gobernante como timonel sugiere que gobernar es muy difícil: es lidiar a toda hora con lo imprevisible. De allí mismo la necesidad, recalcada por Sócrates en «La república» de Platón, de que el capitán de la «nave del Estado» sea experto en navegación. Si no lo es, ésta se puede convertir, como en la oda de Horacio, en un «ventis ludibrium»: un juguete para el viento.
Los que critican la falta de conducción del Gobierno no sólo saben que vivimos en una democracia compleja: piensan que, por eso mismo, el Gobierno debiera ejercer una conducción más clara y convincente. Desde ya, la que faltaba la semana pasada, cuando se le pidió, nada menos que al Poder Judicial, que dirimiera entre ministros que trabajan en un mismo gabinete. Ministros que se ubican en polos opuestos. Uno de ellos, en su afán de eliminar la subcontratación, busca volver a un sindicalismo monolítico que está en decadencia en el mundo entero; el otro sabe que la subcontratación crea nuevas empresas y nuevos empleos. Hasta el presidente de la CUT, Arturo Martínez, se quejó de que era imposible lidiar con un gobierno que tan flagrantemente tuviera «dos almas».
Si no es para conducir, ¿para qué se elige un gobierno? Cuando un gobierno no conduce, los países se van a la deriva. Lo saben las democracias más sofisticadas. Es enorme la diferencia, en ellas, que hace un líder de verdad. Por ejemplo, un Nicolas Sarkozy. Él anunció la semana pasada nada menos que 100 nuevas medidas de reforma del Estado. Las anunció en las narices de los agresivos grupos corporativos que tienen capturado al Estado francés.
Hay distintos estilos de liderazgo. Hay presidentes con un estilo más bien unilateral, y otros que invitan más a la participación. Ambos estilos son legítimos. No es malo que el Gobierno actual tenga una vocación más participativa que el anterior. La idea de crear comisiones transversales es magnífica: lo demuestra todo lo que se ha logrado en educación y previsión. Sin embargo, mientras más el Gobierno invita a participar, más conviene que tenga convicciones propias; convicciones abiertas a la retroalimentación ciudadana, pero convicciones al fin. Son demasiado notorias las «dos almas». Siembran incertidumbres innecesarias. Minan la confianza de los chilenos.