Sin buena gestión, esta bonanza pasajera no puede sino desembocar en despilfarro. Por eso, el país ahora sí tiene el derecho de exigir una revolución en la gestión del gasto.
Hace un año se le pedía al Gobierno un proyecto país, una narrativa, un relato que cohesionara sus políticas y nos inspirara. Ya nadie pide algo tan ambicioso. Hoy día, debido al descalabro del Transantiago, cunde la opinión de que lo que realmente importa en un gobierno es algo más mundano: una mínima capacidad de gestión.
El Transantiago ha contribuido a que la opinión pública tome conciencia de lo mala que es en Chile la gestión del Estado. Del Estado en general, no sólo en el Transantiago, y no sólo por culpa de este gobierno en particular, ya que el problema viene de antes. En estado de alerta por el Transantiago, la gente ahora percibe la mala gestión que hay detrás del descalabro del ferrocarril al sur, de las crónicas falencias del sistema educacional, y del mal funcionamiento de tantos otros bienes públicos. En algunos casos, son servicios que antes funcionaban perfecto, como el correo, que ya no nos permite contar con recibir una carta del exterior, porque simplemente no llega, o llega con meses de atraso.
La gestión de los bienes públicos se ha convertido en el tema más candente del país, sobre todo porque nunca hemos tenido más recursos para gastar en ellos. Sin buena gestión, esa bonanza pasajera no puede sino desembocar en despilfarro. Para atenuarlo tenemos la regla de balance estructural. Pero en los últimos meses ha habido una estruendosa presión política por gastar lo ahorrado. Hasta un ex Presidente, otrora conocido por su seriedad, ha llamado a gastar los «veinte o treinta mil millones», para no dejarlos a la derecha. Su demagógica irrupción reveló, con notorio candor, que en la Concertación algunos ya no distinguen entre Gobierno y Estado.
¿Cuánto cedió la Presidenta a las presiones por más gasto en su discurso del lunes? No se arrebató: la reducción del superávit estructural que se anunció es técnicamente justificable. Pero el tono de su discurso fue de Estado gastador y benefactor. Por eso, el país ahora sí tiene el derecho de exigir una revolución en la gestión del gasto. A exigir que se mida la rentabilidad social de cada ítem de gasto, y que haya una institucionalidad, ojalá autónoma, capaz de garantizar la confiabilidad y transparencia de las mediciones. Que haya en cada repartición del Estado incentivos que apunten a aumentar la eficiencia. Que el Estado sea cada vez menos una pertenencia del Gobierno y cada vez más el servidor de todos los chilenos, y que, por tanto, lo ocupe la mejor gente, elegida no por cuo-teos políticos, sino por concurso. Sobre todo, que haya garantías confiables de que los recursos fiscales nunca más se destinarán a la intervención electoral.
El Estado chileno es muy precario. Felizmente, hay algunas áreas en que ha mostrado ser capaz de una gestión razonable, como es el caso de muchas de las concesiones viales. Pero, en demasiadas otras, los resultados de la inversión pública han sido pésimos.
La gran tarea de los próximos años es la de crear una institucionalidad que aumente la productividad del Estado y que garantice su transparencia y su relativa autonomía del gobierno de turno. Las palabras de la Presidenta el lunes, cuando habló de aumentar la eficiencia del gasto, de potenciar la alta dirección pública, y de frenar el intervencionismo electoral, apuntan en la dirección correcta. Cabe desearle éxito en todo lo que haga en ese ámbito. En cuanto a la oposición, debería cobrarle la palabra a la Presidenta, como condición para aprobar cualquier aumento del gasto. El país hoy día valora mucho más la buena gestión que hace un año. Es, además, un área en que la oposición es muy creíble.