La mejor razón para que haya mercado es que no existe mejor mecanismo para procesar la compleja información que depara la economía, y a la que un gobierno no tiene sino un ínfimo acceso.
Eso no significa que el conocimiento que disemina el mercado no sea imperfecto, si lo medimos contra la utopía de la omnisciencia. El mercado, además, no nos permite evitar los ciclos económicos, ni siquiera los más agudos, como el de ahora. Los precios de muchos commodities, como el cobre, son cíclicos por la naturaleza de las inversiones que requieren. En otros productos, el precio refleja no sólo su relativa escasez, sino un valor adicional que proviene de la emoción humana y que, por tanto, es muy cambiante. ¿Cuánto vale un perfume fino? El costo de producirlo y de promoverlo, más el valor, mucho más caprichoso, que le atribuye la señora que lo luce. Hace un año o más, Damien Hirst, un artista británico, puso a la venta una calavera humana incrustada de diamantes, que valían unos cinco millones. La calavera no valía nada. Pero Hirst le puso a su «obra» un precio de 100 millones de dólares. ¿Por qué? Porque tiene talento, claro. Pero también porque en el mercado del arte, como en tantos otros, el valor es, en parte, producto de la moda.
Esta calavera es una metáfora de lo que se da en los mercados financieros. ¿Cuánto vale la acción de una empresa? Tiene un valor «fundamental», que se supone sólido, si bien no es fácil de calcular: el mundo cambia y, por tanto, cambia la demanda por los productos de la empresa. Y tiene un valor emocional, que es el que le dan personas de carne y hueso, impelidas por sus sentimientos, y por los que ven en el ambiente, hasta que se termina dando uno de esos efectos de manada que tanto exageran los movimientos de los mercados.
Sin duda, el inversionista sabio es aquel que va en dirección contraria a la manada, aquel que, co-mo Warren Buffet, siente «miedo cuando la gente está con codicia, y codicia cuando la gente está con miedo». Pero no es fácil ser sabio, porque tanto en las burbujas como en las crisis los expertos nos convencen de que estamos viviendo un «cambio estructural», y tememos quedarnos fuera al vender o al comprar. Además, ahora las manadas humanas son potenciadas aún más por una televisión que está siempre en el aire, simplificando y exagerando.
Para el inversionista individual, lo mejor es apagar la televisión y confiar en que el mercado terminará corrigiendo los excesos. En cuanto al profesional, debiera hacer un análisis más profundo de lo que compra. En la crisis actual, fallaron los inversionistas profesionales tanto o más que los vilipendiados ejecutivos de los bancos. Urgidos por un exceso de liquidez a invertir demasiado rápido, no analizaron bien los instrumentos que los ejecutivos les diseñaban, no para engañarlos, sino para asignarles el fragmento de riesgo que decían preferir.
La crisis actual es producto de un mercado que corrige una burbuja. Que el mercado se haya de-morado en corregirla y lo haga con exceso por un tiempo no es razón para que el Estado lo sustituya como procesador de información y fijador de precios, como en la Argentina de los Kirchner, cuyas locuras intervencionistas les provocarán mucho dolor a sus sufridos súbditos.
Es curioso que gente que usa la crisis para atacar el mercado se justifica con la queja de que «nadie la predijo». Que casi nadie la predijera más bien comprueba que la información que nos entrega el mercado es la única en que podemos confiar, por rezagada que sea. Como dijo Churchill de la democracia, la economía de mercado es, «desgraciadamente, el sistema menos malo que tenemos».