«Cultura es lo que queda cuando se olvida todo lo que se aprendió». Esta célebre sentencia de Selma Lagerlof no la leí en uno de sus libros. No llegó a mí por boca de un escritor ni de un gran humanista. Me la dijo un octogenario ingeniero chileno, un ingeniero que en lugar de quejarse de los «ramos de más», mantuvo despiertos la curiosidad y el respeto por aquellos temas que no eran de su especialidad. Cuando se fue poniendo cada vez más viejo y desmemoriado, fue también entendiendo mejor el sentido de las palabras con las que comienzo esta carta, que bien pueden ayudar a los lectores que no tengan tiempo ni ánimo para leerla en su fuente original.
El escritor Claudio Magris, hace unos años, escribió sobre la importancia capital que tiene la cultura «de segunda mano» para la persistencia de la civilización. Muchos creen que solamente la formación especializada vale la pena y que todo cuanto no cabe en ella puede considerarse sobras de las cuales bien se puede prescindir. Pero lo que dice Magris es que es precisamente toda esa segunda mano la que constituye el soporte de la mejor versión que como seres humanos hemos conocido de la cultura y la civilización, cuando ha habido tal.
